Catorce meses llevaba Rafael en la estrecha celda.
Tenía por mundo aquellas cuatro paredes, de un triste blanco de hueso, cuyas grietas y desconchaduras se sabía de memoria; su sol era el alto ventanillo cruzado por hierros que cortaban la azul mancha del cielo; y del suelo de ocho pasos apenas si era suya la mitad, por culpa de aquella cadena escandalosa y chillona, cuya argolla, incrustándosele en el tobillo, había llegado casi a amalgamarse con su carne.
Estaba condenado a muerte, y mientras en Madrid hojeaban por última vez los papelotes de su proceso, él se pasaba allí meses y meses enterrado en vida, pudriéndose, como animado cadáver, en aquel ataúd de argamasa, deseando, como un mal momentáneo que pondría fin a otros mayores, que llegase pronto la hora en que le apretaran el cuello, terminando todo de una vez.
Lo que más le molestaba era la limpieza; aquel suelo barrido todos los días y bien fregado, para que la humedad, filtrándose a través del petate, se le metiera en los huesos; aquellas paredes, en las que no se dejaba tener ni una mota de polvo. Hasta la compañía de la suciedad le quitaban al preso. Soledad completa. Si allí entrasen ratas, tendría el consuelo de partir con ellas la escasa comida y hablarlas como buenas compañeras; si en los rincones hubiera encontrado una araña, se habría entretenido domesticándola.
No querían en aquella sepultura otra vida que la suya. Un día, ¡cómo lo recordaba Rafael! un gorrión se asomó a la reja, cual chiquillo travieso. El bohemio de la luz y del espacio piaba como expresando la extrañeza que le producía ver allá abajo aquel pobre ser amarillento y flaco, estremeciéndose de frío en pleno verano, con unos cuantos pañuelos anudados a las sienes y un harapo de manta ceñido a los riñones. Debió asustarle aquella cara angulosa y pálida, con una blancura de papel mascado; le causó miedo la extraña vestidura de pielroja y huyó, sacudiendo sus plumas como para librarse del vaho de sepultura y lana podrida que exhalaba la reja.
El único rumor de vida era el de los compañeros de cárcel que paseaban por el patio. Aquéllos al menos veían cielo libre sobre sus cabezas, no tragaban el aire a través de una aspillera; tenían las piernas libres y no les faltaba con quien hablar. Hasta allí dentro tenía la desgracia sus gradaciones. El eterno descontento humano era adivinado por Rafael. Envidiaba él a los del patio, considerando su situación como una de las más apetecibles; los presos envidiaban a los de fuera, a los que gozaban libertad, y los que a aquellas horas transitaban por las calles tal vez no se considerasen contentos con su suerte, ambicionando ¡quién sabe cuántas cosas!.. ¡Tan buena que es la libertad!.. Merecían estar presos.
Se hallaba en el último escalón de la desgracia. Había intentado fugarse perforando el suelo en un arranque de desesperación, y la vigilancia pesaba sobre él incesante y abrumadora. Si cantaba, le imponían silencio. Quiso divertirse rezando con monótono canturreo las oraciones que le enseñó su madre, y que sólo recordaba a trozos, y le hicieron callar. ¿Es que intentaba fingirse loco? ¡A ver, mucho silencio! Le querían guardar entero, sano de cuerpo y espíritu, para que el verdugo no operase en carne averiada.
¡Loco! No quería serlo; pero el encierro, la inmovilidad y aquel rancho escaso y malo acababan con él. Tenía alucinaciones; algunas noches, cuando cerraba los ojos molestado por la luz reglamentaria, a la que en catorce meses no había podido acostumbrarse, le atormentaba la estrafalaria idea de que, durante el sueño, sus enemigos, aquellos que querían matarle y a los que no conocía, le habían vuelto el estómago del revés. Por esto le atormentaban con crueles pinchazos.
De día, pensaba siempre en su pasado, pero con memoria tan extraviada, que creía repasar la historia de otro.
Recordaba su regreso al pueblecillo natal, después de su primera campaña carcelaria por ciertas lesiones; su renombre en todo el distrito, la concurrencia de la taberna de la plaza admirándole con entusiasmo: ¡Qué bruto es Rafael! La mejor chica del pueblo se decidía a ser su mujer, más por miedo y respeto que por cariño; los del Ayuntamiento le halagaban dándole escopeta de guardia rural, espoleando su brutalidad para que la emplease en las elecciones; reinaba sin obstáculos en todo el término; tenía a los otros, los del bando caído, en un puño, hasta que, cansados éstos, se ampararon de cierto valentón que acababa de llegar también de presidio, y lo colocaron frente a Rafael.
¡Cristo! El honor profesional estaba en peligro: había que mojar la oreja a aquel individuo que le quitaba el pan. Y como consecuencia inevitable, vino la espera al acecho, el escopetazo certero y el rematarle con la culata para que no chillase ni patalease más.
En fin… ¡cosas de hombres! Y como final, la cárcel, donde encontró antiguos compañeros; el juicio, en el cual todos los que antes le temían se vengaban de los miedos que habían pasado declarando contra él; la terrible sentencia y aquellos malditos catorce meses aguardando que llegase de Madrid la muerte, que, por lo que se hacía esperar, sin duda venía en carreta.
No le faltaba valor. Pensaba en Juan Portela, en el guapo Francisco Esteban, en todos aquellos esforzados paladines cuyas hazañas, relatadas en romances, había escuchado siempre con entusiasmo, y se reconocía con tanto redaño como ellos para afrontar el último trance.
Pero algunas noches saltaba del petate como disparado por oculto muelle, haciendo sonar su cadena con triste repiqueteo. Gritaba como un niño y al mismo tiempo se arrepentía, queriendo ahogar inútilmente sus gemidos. Era otro el que gritaba dentro de él; otro al que hasta entonces no había conocido, que tenía miedo y lloriqueaba, no calmándose hasta que bebía media docena de tazas de aquel brebaje ardiente de algarrobas e higos que en la cárcel llamaban café.
Del Rafael antiguo que deseaba la muerte para terminar pronto no quedaba más que la envoltura. El nuevo, formado dentro de aquella sepultura, pensaba con terror que ya iban transcurridos catorce meses y forzosamente estaba próximo el fin. De buena gana se conformaría a pasar otros catorce en aquella miseria.
Era receloso; presentía que la desgracia se acercaba; la veía en todas partes: en las caras curiosas que asomaban al ventanillo de la puerta; en el cura de la cárcel, que ahora entraba todas las tardes, como si aquella celda infecta fuera el lugar mejor para hablar con un hombre y fumar un pitillo. ¡Malo, malo!
Las preguntas no podían ser más inquietantes. ¿Que si era buen cristiano? Sí, padre. Respetaba a los curas, nunca les había faltado en tanto así; y de la familia no habría qué decir; todos los suyos habían ido al monte a defender al rey legítimo, porque así lo mandó el párroco del pueblo. Y para afirmar su cristianismo, sacaba de entre los guiñapos del pecho un mazo mugriento de escapularios y medallas.
Después el cura le hablaba de Jesús, que, con ser Hijo de Dios, se había visto en situación semejante a la suya, y esta comparación entusiasmaba al pobre diablo. ¡Cuánto honor!.. Pero aunque halagado por tal semejanza, deseaba que se realizase lo más tarde posible.
Llegó el día en que estalló sobre él como un trueno la terrible noticia. Lo de Madrid había terminado. Llegaba la muerte; pero a gran velocidad, por el telégrafo.
Al decirle un empleado que su mujer con la niña que había nacido estando él preso rondaba la cárcel pidiendo verle, no dudó ya. Cuando aquélla dejaba el pueblo, es que la cosa estaba encima.
Le hicieron pensar en el indulto, y se agarró con furia a esta última esperanza de todos los desgraciados. ¿No lo alcanzaban otros? ¿Por qué no él? Además, nada le costaba a aquella buena señora de Madrid librarle la vida; era asunto de echar una firmica.
Y a todos los enterradores oficiales que por curiosidad o por deber le visitaban, abogados, curas y periodistas, les preguntaba, tembloroso y suplicante, como si ellos pudieran salvarle:
– ¿Qué les parece? ¿echará la firmica?
Al día siguiente le llevarían a su pueblo, atado y custodiado, como una res brava que va al matadero. Ya estaba allá el verdugo con sus trastos. Y aguardando el momento de salida para verle, se pasaba las horas a la puerta de la cárcel la mujer, una mocetona morena, de labios gruesos y cejas unidas, que al mover la hueca faldamenta de zagalejos superpuestos esparcía un punzante olor de establo.
Estaba como asombrada de estar allí; en su mirada boba leíase más estupefacción que dolor, y únicamente al fijarse en la criatura agarrada a su enorme pecho derramaba algunas lágrimas.
¡Señor! ¡Qué vergüenza para la familia! Ya sabía ella que aquel hombre terminaría así. ¡Ojalá no hubiese nacido la niña!
El cura de la cárcel intentaba consolarla. Resignación: aún podía encontrar, después de viuda, un hombre que la hiciese más feliz. Esto parecía enardecerla, y hasta llegó a hablar de su primer novio, un buen chico, que se retiró por miedo a Rafael, y que ahora se acercaba a ella en el pueblo y en los campos como si quisiera decirla algo.
– No; hombres no faltan – decía tranquilamente con un conato de sonrisa – . Pero soy muy cristiana; y si cojo otro hombre, quiero que sea como Dios manda.
Y al notar la mirada de asombro del cura y de los empleados de la puerta, volvió a la realidad, reanudando su difícil lloro.
Al anochecer llegó la noticia. Sí que había firmica. Aquella señora que Rafael se imaginaba allá en Madrid con todos los esplendores y adornos que el Padre Eterno tiene en los altares, vencida por telegramas y súplicas, prolongaba la vida del sentenciado.
El indulto produjo en la cárcel un estrépito de mil demonios, como si cada uno de los presos hubiera recibido la orden de libertad.
– Alégrate, mujer – decía en el rastrillo el cura a la mujer del indultado – . Ya no matan a tu marido: no serás viuda.
La muchacha permaneció silenciosa, como si luchara con ideas que se desarrollaban en su cerebro con torpe lentitud.
– Bueno – dijo al fin tranquilamente – . ¿Y cuándo saldrá?
– ¡Salir!.. ¿Estás loca? Nunca. Ya puede darse por satisfecho con salvar la vida. Irá a África, y como es joven y fuerte, aún puede ser que viva veinte años.
Por primera vez lloró la mujer con toda su alma; pero su llanto no era de tristeza, era de desesperación, de rabia.
– Vamos, mujer – decía el cura irritado – . Eso es tentar a Dios. Le han salvado la vida, ¿lo entiendes? Ya no está condenado a muerte… ¿Y aún te quejas?
Cortó su llanto la mocetona. Sus ojos brillaron con expresión de odio.
– Bueno: que no lo maten… Me alegro. Él se salva, pero yo, ¿qué?..
Y tras larga pausa, añadió entre gemidos que estremecían su carne morena, ardorosa y de brutal perfume:
– Aquí la condenada soy yo.
El viejo Tòfol y la chicuela vivían esclavos de su huerto, fatigado por una incesante producción.
Eran dos árboles más, dos plantas de aquel pedazo de tierra – no mayor que un pañuelo, según decían los vecinos – , y del cual sacaban su pan a costa de fatigas.
Vivían como lombrices de tierra, siempre pegados al surco, y la chica, a pesar de su desmedrada figura, trabajaba como un peón.
La apodaban la Borda, porque la difunta mujer del tío Tòfol, en su afán de tener hijos que alegrasen su esterilidad, la había sacado de la Inclusa. En aquel huertecillo había llegado a los diez y siete años, que parecían once, a juzgar por lo enclenque de su cuerpo, afeado aun más por la estrechez de unos hombros puntiagudos, que se curvaban hacia fuera, hundiendo el pecho e hinchando la espalda.
Era fea: angustiaba a sus vecinas y compañeras de mercado con su tosecilla continua y molesta, pero todas la querían. ¡Criatura más trabajadora!.. Horas antes de amanecer ya temblaba de frío en el huerto cogiendo fresas o cortando flores; era la primera que entraba en Valencia para ocupar su puesto en el mercado; en las noches que correspondía regar, agarraba valientemente el azadón, y con las faldas remangadas ayudaba al tío Tòfol a abrir bocas en los ribazos, por donde se derramaba el agua roja de la acequia, que la tierra sedienta y requemada engullía con un glu-glu de satisfacción, y los días que había remesa para Madrid, corría como loca por el huerto saqueando los bancales, trayendo a brazadas los claveles y rosas, que los embaladores iban colocando en cestos.
Todo se necesitaba para vivir con tan poca tierra. Había que estar siempre sobre ella, tratándola como bestia reacia que necesita del látigo para marchar. Era una parcela de un vasto jardín, en otro tiempo de los frailes, que la desamortización revolucionaria había subdivido. La ciudad, ensanchándose, amenazaba tragarse al huerto con su desbordamiento de casas, y el tío Tòfol, a pesar de hablar mal de sus terruños, temblaba ante la idea de que la codicia tentase al dueño y los vendiese como solares.
Allí estaba su sangre; sesenta años de trabajo. No había un pedazo de tierra inactiva, y aunque el huerto era pequeño, desde el centro no se veían las tapias, tal era la maraña de árboles y plantas: nispereros y magnolieros, bancales de claveles, bosquecillos de rosales, tupidas enredaderas de pasionarias y jazmines; todo cosas útiles que daban dinero y eran apreciadas por los tontos de la ciudad.
El viejo, insensible a las bellezas de su huerto, sólo ansiaba la cantidad. Quería segar, las flores en gavillas, como si fuesen hierba; cargar carros enteros de frutas delicadas; y este anhelo de viejo avaro e insaciable martirizaba a la pobre Borda, que, apenas descansaba un momento, vencida por la tos, oía amenazas o recibía como brutal advertencia un terronazo en los hombros.
Las vecinas de los inmediatos huertos protestaban. Estaba matando a la chica; cada vez tosía más. Pero el viejo contestaba siempre lo mismo. Había que trabajar mucho; el amo no atendía razones en San Juan y en Navidad, cuando correspondía entregarle las pagas del arrendamiento. Si la chica tosía era por vicio, pues no la faltaban su libra de pan y su rinconcito en la cazuela de arroz; algunos días hasta comía golosinas: morcilla de cebolla y sangre, por ejemplo. Los domingos la dejaba divertirse, enviándola a misa como una señora, y aún no hacía un año que le dio tres pesetas para una falda. Además, era su padre, y el tío Tòfol, como todos los labriegos de raza latina, entendía la paternidad cual los antiguos romanos: con derecho de vida y muerte sobre los hijos, sintiendo cariño en lo más hondo de su voluntad, pero demostrándolo con las cejas fruncidas y alguno que otro palo.
La pobre Borda no se quejaba. Ella también quería trabajar mucho, para que nunca les quitasen el pedazo de tierra en cuyos senderos aún creía ver el zagalejo remendado de aquella vieja hortelana a la que llamaba madre cuando sentía la caricia de sus manos callosas.
Allí estaba cuanto quería en el mundo: los árboles que la conocieron de pequeña y las flores que en su pensamiento inocente hacían surgir una vaga idea de maternidad. Eran sus hijas, las únicas muñecas de su infancia, y todas las mañanas experimentaba la misma sorpresa viendo las flores nuevas que surgían de sus capullos, siguiéndolas paso a paso en su crecimiento, desde que, tímidas, apretaban sus pétalos como si quisieran retroceder y ocultarse, hasta que, con repentina audacia, estallaban como bombas de colores y perfumes.
El huerto entonaba para ella una sinfonía interminable, en la cual la armonía de los colores confundíase con el rumor de los árboles y el monótono canturreo de aquella acequia fangosa y poblada de renacuajos, que, oculta por el follaje, sonaba como arroyuelo bucólico.
En las horas de fuerte sol, mientras el viejo descansaba, iba la Borda de un lado a otro, mirando las bellezas de su familia, vestida de gala para celebrar la estación. ¡Qué hermosa primavera! Sin duda Dios cambiaba de sitio en las alturas, aproximándose a la tierra.
Las azucenas de blanco raso erguíanse con cierto desmayo, como las señoritas en traje de baile que la pobre Borda había admirado muchas veces en las estampas; las camelias de color carnoso hacían pensar en tibias desnudeces, en grandes señoras indolentemente tendidas, mostrando los misterios de su piel de seda; las violetas coqueteaban ocultándose entre las hojas para denunciarse con su perfume; las margaritas destacábanse como botones de oro mate; los claveles, cual avalancha revolucionaria de gorros rojos, cubrían los bancales y asaltaban los senderos; arriba, las magnolias balanceaban su blanco cogollo como un incensario de marfil que esparcía incienso más grato que el de las iglesias; y los pensamientos, maliciosos duendes, sacaban por entre el follaje sus gorras de terciopelo morado, y guiñando las caritas barbadas, parecían decir a la chica:
– Borda, Bordeta… nos asamos. ¡Por Dios! ¡Un poquito de agua!
Lo decían, sí: oíalo ella, no con los oídos, sino con los ojos, y aunque los huesos le dolían de cansada, corría a la acequia a llenar la regadera y bautizaba a aquellos pilluelos, que bajo la ducha saludaban agradecidos.
Sus manos temblaban muchas veces al cortar el tallo de las flores. Por su gusto, allí se quedarían hasta secarse; pero era preciso ganar dinero llenando los cestos que se enviaban a Madrid.
Envidiaba a las flores viéndolas emprender su viaje. ¡Madrid!.. ¿Cómo sería aquello? Veía una ciudad fantástica, con suntuosos palacios como los de los cuentos, brillantes salones de porcelana con espejos que reflejaban millares de luces, hermosas señoras que lucían sus flores; y tal era la intensidad de la imagen, que hasta creía haber visto todo aquello en otros tiempos, tal vez antes de nacer.
En aquel Madrid estaba el señorito, el hijo de los amos, con el cual había jugado muchas veces siendo niña, y de cuya presencia huyó avergonzada el verano anterior, cuando hecho un arrogante mozo visitó el huerto. ¡Pícaros recuerdos! Ruborizábase pensando en las horas que pasaban, siendo niños, sentados en un ribazo, oyendo ella la historia de Cenicienta, la niña despreciada convertida repentinamente en arrogante princesa.
La eterna quimera de todas las niñas abandonadas venía entonces a tocarle en la frente con sus alas de oro. Veía detenerse un soberbio carruaje en la puerta del huerto; una hermosa señora la llamaba. «¡Hija mía… por fin te encuentro!», ni más ni menos que en la leyenda; después los trajes magníficos; un palacio por casa, y al final, como no hay príncipes disponibles a todas horas para casarse, contentábase modestamente con hacer su marido al señorito.
¿Quién sabe?.. Y cuando más esperanzas ponía en el porvenir, la realidad la despertaba en forma de brutal terronazo, mientras el viejo decía con voz áspera:
– Arre, que ya es hora.
Y otra vez al trabajo, a dar tormento a la tierra, que se quejaba cubriéndose de flores.
El sol caldeaba el huerto, haciendo estallar las cortezas de los árboles; en las tibias madrugadas sudaba al trabajar, como si fuese mediodía, y a pesar de esto, la Borda cada vez más delgada y tosiendo más.
Parecía que el color y la vida que faltaban en su rostro se lo arrebataban las flores, a las que besaba con inexplicable tristeza.
Nadie pensó en llamar al médico. ¿Para qué? Los médicos cuestan dinero, y el tío Tòfol no creía en ellos. Los animales saben menos que las personas, y lo pasan tan ricamente sin médicos ni boticas.
Una mañana, en el mercado, las compañeras de la Borda cuchicheaban mirándola compasivamente. Su fino oído de enferma lo escuchó todo. Caería cuando cayesen las hojas.
Estas palabras fueron su obsesión. Morir… ¡Bueno, se resignaba!; por el pobre viejo lo sentía, falto de ayuda. Pero al menos que muriese como su madre, en plena primavera, cuando todo el huerto lanzaba risueño su loca carcajada de colores; no cuando se despuebla la tierra, cuando los árboles parecen escobas y las apagadas flores de invierno se alzan tristes en los bancales.
¡Al caer las hojas!.. Aborrecía los árboles cuyos ramajes se desnudaban como esqueletos del otoño; huía de ellos como si su sombra fuese maléfica, y adoraba una palmera que el siglo anterior plantaron los frailes, esbelto gigante con la cabeza coronada de un surtidor de ondulantes plumas.
Aquellas hojas no caían nunca. Sospechaba que tal vez fuese una tontería, pero su afán por lo maravilloso la hacía sentir esperanzas, y como el que busca la curación al pie de imagen milagrosa, la pobre Borda pasaba los ratos de descanso al pie de la palmera, que la protegía con la sombra de sus punzantes ramas.
Allí pasó el verano, viendo cómo el sol, que no la calentaba, hacía humear la tierra, cual si de sus entrañas fuese a sacar un volcán; allí la sorprendieron los primeros vientos de otoño, que arrastraban las hojas secas. Cada vez estaba más delgada, más triste, con una finura tal de percepción, que oía los sonidos más lejanos. Las mariposas blancas que revoloteaban en torno de su cabeza pegaban las alas en el sudor frío de su frente, como si quisieran tirar de ella arrastrándola a otros mundos donde las flores nacen espontáneamente, sin llevarse en sus colores y perfumes algo de la vida de quien las cuida.
Las lluvias de invierno no encontraron ya a la Borda. Cayeron sobre el encorvado espinazo del viejo, que estaba, como siempre, con la azada en las manos y la vista en el surco.
Cumplía su destino con la indiferencia y el valor de un disciplinado soldado de la miseria. Trabajar, trabajar mucho, para que no faltase la cazuela de arroz y la paga al amo.
Estaba solo; la chica había seguido a su madre; lo único que le quedaba era aquella tierra traidora que se chupaba a las personas y acabaría con él, cubierta siempre de flores, perfumada y fecunda, como si sobre ella no hubiese soplado la muerte. Ni siquiera se había secado un rosal para acompañar a la pobre Borda en su viaje.
Con sus setenta años tenía que hacer el trabajo de dos; removía la tierra con más tenacidad que antes, sin levantar la cabeza, insensible a la engañosa belleza que le rodeaba, sabiendo que era el producto de su esclavitud, animado únicamente por el deseo de vender bien la hermosura de la Naturaleza, y segando las flores con el mismo entusiasmo que si segara hierba.
– Sí – dijo el amigo Pérez a todos sus contertulios de café – ; en este periódico acabo de leer la noticia de la muerte de un amigo. Sólo le vi una vez, y sin embargo, le he recordado en muchas ocasiones. ¡Vaya un amigo!
Le conocí una noche viniendo a Madrid en el tren correo de Valencia. Iba yo en un departamento de primera; en Albacete bajó el único viajero que me acompañaba, y al verme solo, como había dormido mal la noche anterior, me estremecí voluptuosamente, contemplando los almohadones grises. ¡Todos para mí! ¡Podía extenderme con libertad! ¡Flojo sueño iba a echar hasta Alcázar de San Juan!
Corrí el velo verde de la lámpara, y el departamento quedó en deliciosa penumbra. Envuelto en mi manta me tendí de espaldas, estirando mis piernas cuanto pude, con la deliciosa seguridad de no molestar a nadie.
El tren corría por las llanuras de la Mancha, áridas y desoladas. Las estaciones estaban a largas distancias; la locomotora extremaba su velocidad, y mi coche gemía y temblaba como una vieja diligencia. Balanceábame sobre la espalda, impulsado por el terrible traqueteo; las franjas de los almohadones arremolinábanse; saltaban las maletas sobre las cornisas de red; temblaban los cristales en sus alvéolos de las ventanillas, y un espantoso rechinar de hierro viejo venía de abajo. Las ruedas y frenos gruñían; pero conforme se cerraban mis ojos, encontraba yo en su ruido nuevas modulaciones, y tan pronto me creía mecido por las olas como me imaginaba que había retrocedido hasta la niñez y me arrullaba una nodriza de bronca voz.
Pensando en tales tonterías me dormí, oyendo siempre el mismo estrépito y sin que el tren se detuviera.
Una impresión de frescura me despertó. Sentí en la cara como un golpe de agua fría. Al abrir los ojos vi el departamento solo; la portezuela de enfrente estaba cerrada. Pero sentí de nuevo el soplo frío de la noche, aumentado por el huracán que levantaba el tren con su rápida marcha, y al incorporarme vi la otra portezuela, la inmediata a mí, completamente abierta, con un hombre sentado al borde de la plataforma, los pies afuera en el estribo, encogido, con la cabeza vuelta hacia mí y unos ojos que brillaban mucho en su cara oscura.
La sorpresa no me permitía pensar. Mis ideas estaban aún embrolladas por el sueño. En el primer momento sentí cierto terror supersticioso. Aquel hombre que se aparecía estando el tren en marcha, tenía algo de los fantasmas de mis cuentos de niño.
Pero inmediatamente recordé los asaltos en las vías férreas, los robos de los trenes, los asesinatos en un vagón, todos los crímenes de esta clase que había leído, y pensé que estaba solo, sin un mal timbre para avisar a los que dormían al otro lado de los tabiques de madera. Aquel hombre era seguramente un ladrón.
El instinto de defensa, o más bien el miedo, me dio cierta ferocidad. Me arrojé sobre el desconocido, empujándolo con codos y rodillas; perdió el equilibrio; se agarró desesperadamente al borde de la portezuela, y yo seguí empujándole, pugnando por arrancar sus crispadas manos de aquel asidero para arrojarlo a la vía. Todas las ventajas estaban de mi parte.
– ¡Por Dios, señorito! – gimió con voz ahogada – . ¡Señorito, déjeme usted! Soy un hombre de bien.
Y había tal expresión de humildad y angustia en sus palabras, que me sentí avergonzado de mi brutalidad y le solté.
Se sentó otra vez, jadeante y tembloroso, en el hueco de la portezuela, mientras yo quedaba en pie, bajo la lámpara, cuyo velo descorrí.
Entonces pude verle. Era un campesino pequeño y enjuto; un pobre diablo con una zamarra remendada y mugrienta y pantalones de color claro. Su gorra negra casi se confundía con el tinte cobrizo y barnizado de su cara, en la que se destacaban los ojos de mirada mansa y una dentadura de rumiante, fuerte y amarillenta, que se descubría al contraerse los labios con sonrisa de estúpido agradecimiento.
Me miraba como un perro a quien se ha salvado la vida, y mientras tanto, sus oscuras manos buscaban y rebuscaban en la faja y en los bolsillos. Esto casi me hizo arrepentir de mi generosidad, y mientras el gañán buscaba, yo metía mano en el cinto y empuñaba mi revólver. ¡Si creía pillarme descuidado!
Tiró él de su faja, sacando algo, y yo le imité sacando de la funda medio revólver. Pero lo que él tenía en la mano era un cartoncito mugriento y acribillado, que me tendió con satisfacción.
– Yo también llevo billete, señorito.
Lo miré y no pude menos de reírme.
– ¡Pero si es antiguo! – le dije – .Ya hace años que sirvió… ¿Y con esto te crees autorizado para asaltar el tren y asustar a los viajeros?
Al ver su burdo engaño descubierto, puso la cara triste, como si temiera que intentase yo otra vez arrojarlo a la vía. Sentí compasión y quise mostrarme bondadoso y alegre, para ocultar los efectos de la sorpresa, que aún duraban en mí.
– Vamos, acaba de subir. Siéntate dentro y cierra la portezuela.
– No, señor – dijo con entereza – . Yo no tengo derecho a ir dentro como un señorito. Aquí, y gracias, pues no tengo dinero.
Y con la firmeza de un testarudo se mantuvo en su puesto.
Yo estaba sentado junto a él; mis rodillas en sus espaldas. Entraba en el departamento un verdadero huracán. El tren corría a toda velocidad; sobre los yermos y terrosos desmontes resbalaba la mancha roja y oblicua de la abierta portezuela, y en ella la sombra encogida del desconocido y la mía. Pasaban los postes telegráficos como pinceladas amarillas sobre el fondo negro de la noche, y en los ribazos brillaban un instante, cual enormes luciérnagas, los carbones encendidos que arrojaba la locomotora.
El pobre hombre estaba intranquilo, como si le extrañase que le dejara permanecer en aquel sitio. Le di un cigarro, y poco a poco fue hablando.
Todos los sábados hacía el viaje del mismo modo. Esperaba el tren a su salida de Albacete; saltaba a un estribo, con riesgo de ser despedazado, corría por fuera todos los vagones buscando un departamento vacío, y en las estaciones apeábase poco antes de la llegada y volvía a subir después de la salida, siempre mudando de sitio para evitar la vigilancia de los empleados, unos malas almas enemigos de los pobres.
– Pero ¿dónde vas? – le dije – . ¿Por qué haces este viaje, exponiéndote a morir despedazado?
Iba a pasar el domingo con su familia. ¡Cosas de pobres! Él trabajaba algo en Albacete y su mujer servía en un pueblo. El hambre les había separado. Al principio hacía el viaje a pie; toda una noche de marcha, y cuando llegaba por la mañana caía rendido, sin ganas de hablar con su mujer ni de jugar con los chicos. Pero ya se había espabilado, ya no tenía miedo, y hacía el viaje tan ricamente en tren. Ver a sus hijos le daba fuerzas para trabajar más toda la semana. Tenía tres: el pequeño era así, no levantaba dos palmos del suelo, y sin embargo, le reconocía, y al verle entrar tendíale los brazos al cuello.
– Pero tú – le dije – , ¿no piensas que en cualquiera de estos viajes tus hijos van a quedarse sin padre?
Él sonreía con confianza. Entendía muy bien aquel negocio. No le asustaba el tren cuando llegaba como caballo desbocado, bufando y echando chispas. Era ágil y sereno; un salto, y arriba; y en cuanto a bajar, podría darse algún coscorrón contra los desmontes, pero lo importante era no caer bajo las ruedas.
No le asustaba el tren, sino los que iban dentro. Buscaba los coches de primera, porque en ellos encontraba departamentos vacíos. ¡Qué de aventuras! Una vez abrió sin saberlo el reservado de señoras; dos monjas que iban dentro gritaron: «¡Ladrones!», y él, asustado, se arrojó del tren y tuvo que hacer a pie el resto del camino.
Dos veces había estado próximo, como aquella noche, a ser arrojado a la vía por los que despertaban sobresaltados con su presencia; y buscando en otra ocasión un departamento oscuro, tropezó con un viajero que, sin decir palabra, le asestó un garrotazo, echándolo fuera del tren. Aquella noche sí que creyó morir.
Y al decir esto señalaba una cicatriz que cruzaba su frente.
Le trataban mal, pero él no se quejaba. Aquellos señores tenían razón para asustarse y defenderse. Comprendía que era merecedor de aquello y algo más; pero ¡qué remedio, si no tenía dinero y deseaba ver a sus hijos!
El tren iba limitando su marcha, como si se aproximara a una estación. Él, alarmado, comenzó a incorporarse.
– Quédate – le dije – ; aún falta otra estación para llegar adonde tú vas. Te pagaré el billete.
– ¡Quiá! No, señor – repuso con candidez maliciosa – . El empleado al dar el billete se fijaría en mí: muchas veces me han perseguido sin conseguir verme de cerca, y no quiero me tomen la filiación. ¡Feliz viaje, señorito! Es usted la más buena alma que he encontrado en el tren.
Se alejó por los estribos, agarrado al pasamano de los coches, y se perdió en la oscuridad, buscando sin duda otro sitio donde continuar tranquilo su viaje.
Paramos ante una estación pequeña y silenciosa. Iba a tenderme para dormir, cuando en el andén sonaron voces imperiosas.
Eran los empleados, los mozos de la estación y una pareja de la Guardia civil que corrían en distintas direcciones, como cercando a alguien.
«¡Por aquí!.. ¡Cortadle el paso!.. Dos por el otro lado para que no escape… Ahora ha subido sobre el tren… ¡Seguidle!»
Y efectivamente, al poco rato las techumbres de los vagones temblaban bajo el galope loco de los que se perseguían en aquellas alturas.
Era, sin duda, el amigo, a quien habían sorprendido, y viéndose cercado se refugiaba en lo más alto del tren.
Estaba yo en una ventanilla de la parte opuesta al andén, y vi cómo un hombre saltaba desde la techumbre de un vagón inmediato, con la asombrosa ligereza que da el peligro. Cayó de bruces en un campo, gateó algunos instantes, como si la violencia del golpe no le permitiera incorporarse, y al fin huyó a todo correr, perdiéndose en la oscuridad la mancha blanca de sus pantalones.
El jefe del tren gesticulaba al frente de los perseguidores, algunos de los cuales reían.
– ¿Qué es eso? – pregunté al empleado.
– Un tuno que tiene la costumbre de viajar sin billete – contestó con énfasis – . Ya le conocemos hace tiempo: es un parásito del tren, pero poco hemos de poder o le pillaremos para que vaya a la cárcel.
Ya no vi más al pobre parásito. En invierno, muchas veces me he acordado del infeliz, y le veía en las afueras de una estación, tal vez azotado por la lluvia y la nieve, esperando el tren que pasa como un torbellino, para asaltarlo con la serenidad del valiente que asalta una trinchera.
Ahora leo que en la vía férrea, cerca de Albacete, se ha encontrado el cadáver de un hombre despedazado por el tren… Es él, el pobre parásito. No necesito más datos para creerlo: me lo dice el corazón. «Quien ama el peligro en él perece.» Tal vez le faltó inesperadamente la destreza. Tal vez algún viajero, asustado por su repentina aparición, fue menos compasivo que yo y le arrojó bajo las ruedas. ¡Vaya usted a preguntar a la noche lo que pasaría!
– Desde que le conocí – terminó diciendo el amigo Pérez – han pasado cuatro años. En este tiempo he corrido mucho, y viendo cómo viaja la gente por capricho o por combatir el aburrimiento, más de una vez he pensado en el pobre gañán, que, separado de su familia por la miseria, cuando quería besar a sus hijos tenía que verse perseguido y acosado como alimaña feroz y desafiar la muerte con la serenidad de un héroe.
Al abrir la puerta de su barraca encontró Sènto un papel en el ojo de la cerradura…
Era un anónimo destilando amenazas. Le pedían cuarenta duros y debía dejarlos aquella noche en el horno que tenía frente a su barraca.
Toda la huerta estaba aterrada por aquellos bandidos. Si alguien se negaba a obedecer tales demandas, sus campos aparecían talados, las cosechas perdidas, y hasta podía despertar a media noche sin tiempo apenas para huir de la techumbre de paja que se venía abajo entre llamas y asfixiando con su humo nauseabundo.
Gafarró, que era el mozo mejor plantado de la huerta de Ruzafa, juró descubrirles, y se pasaba las noches emboscado en los cañares, rondando por las sendas, con la escopeta al brazo; pero una mañana lo encontraron en una acequia con el vientre acribillado y la cabeza deshecha… y adivina quién te dio.
Hasta los papeles de Valencia hablaban de lo que sucedía en la huerta, donde al anochecer se cerraban las barracas y reinaba un pánico egoísta, buscando cada cual su salvación, olvidando al vecino. Y a todo esto, el tío Batiste, alcalde de aquel distrito de la huerta, echando rayos por la boca cada vez que las autoridades, que le respetaban como potencia electoral, hablábanle del asunto, y asegurando que él y su fiel alguacil, el Sigró, se bastaban para acabar con aquella calamidad.
A pesar de esto, Sènto no pensaba acudir al alcalde. ¿Para qué? No quería oír en balde baladronadas y mentiras.
Lo cierto era que le pedían cuarenta duros, y si no los dejaba en el horno le quemarían su barraca, aquella barraca que miraba ya como un hijo próximo a perderse; con sus paredes de deslumbrante blancura, la montera de negra paja con crucecitas en los extremos, las ventanas azules, la parra sobre la puerta como verde celosía, por la que se filtraba el sol con palpitaciones de oro vivo; los macizos de geranios y dompedros orlando la vivienda, contenidos por una cerca de cañas; y más allá de la vieja higuera el horno, de barro y ladrillos, redondo y achatado como un hormiguero de África. Aquello era toda su fortuna, el nido que cobijaba a lo más amado: su mujer, los tres chiquillos, el par de viejos rocines, fieles compañeros en la diaria batalla por el pan, y la vaca blanca y sonrosada que iba todas las mañanas por las calles de la ciudad despertando a la gente con su triste cencerreo y dejándose sacar unos seis reales de sus ubres siempre hinchadas.
¡Cuánto había tenido que arañar los cuatro terrones que desde su bisabuelo venía regando toda la familia con sudor y sangre, para juntar el puñado de duros que en un puchero guardaba enterrados bajo de la cama! ¡En seguida se dejaba arrancar cuarenta duros!.. Él era un hombre pacífico; toda la huerta podía responder por él. Ni riñas por el riego, ni visitas a la taberna, ni escopeta para echarla de majo. Trabajar mucho para su Pepeta y los tres mocosos era su única afición; pero ya que querían robarle, sabría defenderse. ¡Cristo! En su calma de hombre bonachón despertaba la furia de los mercaderes árabes, que se dejan apalear por el beduino, pero se tornan leones cuando les tocan su hacienda.
Como se aproximaba la noche y nada tenía resuelto, fue a pedir consejo al viejo de la barraca inmediata, un carcamal que sólo servía para segar brozas en las sendas, pero de quien se decía que en la juventud había puesto más de dos a pudrir tierra.
Le escuchó el viejo con los ojos fijos en el grueso cigarro que liaban sus manos temblorosas cubiertas de caspa. Hacía bien en no querer soltar el dinero. Que robasen en la carretera como los hombres, cara a cara, exponiendo la piel. Setenta años tenía, pero podían irle con tales cartitas. Vamos a ver; ¿tenía agallas para defender lo suyo?
La firme tranquilidad del viejo contagiaba a Sènto, que se sentía capaz de todo para defender el pan de sus hijos.
El viejo, con tanta solemnidad como si fuese una reliquia, sacó de detrás de la puerta la joya de la casa: una escopeta de pistón que parecía un trabuco, y cuya culata apolillada acarició devotamente.
La cargaría él, que entendería mejor a aquel amigo. Las temblorosas manos se rejuvenecían. ¡Allá va pólvora! Todo un puñado. De una cuerda de esparto sacaba los tacos. Ahora una ración de postas, cinco o seis; a granel los perdigones zorreros, metralla fina, y al final un taco bien golpeado. Si la escopeta no reventaba con aquella indigestión de muerte, sería misericordia de Dios.
Aquella noche dijo Sènto a su mujer que esperaba turno para regar, y toda la familia le creyó, acostándose temprano.
Cuando salió, dejando bien cerrada la barraca, vio a la luz de las estrellas, bajo la higuera, al fuerte vejete ocupado en ponerle el pistón al amigo.
Le daría a Sènto la última lección, para que no errase el golpe. Apuntar bien a la boca del horno y tener calma. Cuando se inclinasen buscando el gato en el interior… ¡fuego! Era tan sencillo, que podía hacerlo un chico.
Sènto, por consejo del maestro, se tendió entre dos macizos de geranios a la sombra de la barraca. La pesada escopeta descansaba en la cerca de cañas apuntando fijamente a la boca del horno. No podía perderse el tiro. Serenidad y darle al gatillo a tiempo. ¡Adiós, muchacho! A él le gustaban mucho aquellas cosas; pero tenía nietos, y además estos asuntos los arregla mejor uno sólo.
Se alejó el viejo cautelosamente, como hombre acostumbrado a rondar la huerta, esperando un enemigo en cada senda.
Sènto creyó que quedaba solo en el mundo, que en toda la inmensa vega, estremecida por la brisa, no había más seres vivientes que él y aquellos que iban a llegar. ¡Ojalá no viniesen! Sonaba el cañón de la escopeta al temblar sobre la horquilla de cañas. No era frío, era miedo. ¿Qué diría el viejo si estuviera allí? Sus pies tocaban la barraca, y al pensar que tras aquella pared de barro dormían Pepeta y los chiquitines, sin otra defensa que sus brazos, y en los que querían robar, el pobre hombre se sintió otra vez fiera.
Vibró el espacio, como si lejos, muy lejos, hablase desde lo alto la voz de un chantre. Era la campana del Miguelete. Las nueve. Oíase el chirrido de un carro rodando por un camino lejano. Ladraban los perros, transmitiendo su fiebre de aullidos de corral en corral, y el rac-rac de las ranas en la vecina acequia interrumpíase con los chapuzones de los sapos y las ratas que saltaban de las orillas por entre las cañas.
Sènto contaba las horas que iban sonando en el Miguelete. Era lo único que le hacía salir de la somnolencia y el entorpecimiento en que le sumía la inmovilidad de la espera. ¡Las once! ¿No vendrían ya? ¿Les habría tocado Dios en el corazón?
Las ranas callaron repentinamente. Por la senda avanzaban dos cosas oscuras que a Sènto le parecieron dos perros enormes. Se irguieron: eran hombres que avanzaban encorvados, casi de rodillas.
– Ya están ahí – murmuró, y sus mandíbulas temblaban.
Los dos hombres volvíanse a todos lados, como temiendo una sorpresa. Fueron al cañar, registrándolo: acercáronse después a la puerta de la barraca, pegando el oído a la cerradura, y en estas maniobras pasaron dos veces por cerca de Sènto, sin que éste pudiera conocerles. Iban embozados en mantas, por bajo de las cuales asomaban las escopetas.
Esto aumentó el valor de Sènto. Serían los mismos que asesinaron a Gafarró. Había que matar para salvar la vida.
Ya iban hacia el horno. Uno de ellos se inclinó, metiendo las manos en la boca y colocándose ante la apuntada escopeta. Magnífico tiro. Pero ¿y el otro que quedaba libre?
El pobre Sènto comenzó a sentir las angustias del miedo, a sentir en la frente un sudor frío. Matando a uno, quedaba desarmado ante el otro. Si les dejaba ir sin encontrar nada, se vengarían quemándole la barraca.
Pero el que estaba en acecho se cansó de la torpeza de su compañero y fue a ayudarle en la busca. Los dos formaban una oscura masa obstruyendo la boca del horno. Aquella era la ocasión. ¡Alma, Sènto! ¡Aprieta el gatillo!
El trueno conmovió toda la huerta, despertando una tempestad de gritos y ladridos. Sènto vio un abanico de chispas, sintió quemaduras en la cara; la escopeta se le fue y agitó las manos para convencerse de que estaban enteras. De seguro que el amigo había reventado.
No vio nada en el horno: habrían huido, y cuando él iba a escapar también, se abrió la puerta de la barraca y salió Pepeta en enaguas, con un candil. La había despertado el trabucazo y salía impulsada por el miedo, temiendo por su marido que estaba fuera de casa.
La roja luz del candil, con sus azorados movimientos, llegó hasta la boca del horno.
Allí estaban dos hombres en el suelo, uno sobre otro, cruzados, confundidos, formando un solo cuerpo, como si un clavo invisible los uniese por la cintura, soldándolos con sangre.
No había errado el tiro. El golpe de la vieja escopeta había sido doble.
Y cuando Sènto y Pepeta, con aterrada curiosidad, alumbraron los cadáveres para verles las caras, retrocedieron con exclamaciones de asombro.
Eran el tío Batiste, el alcalde, y su alguacil el Sigró.
La huerta quedaba sin autoridad, pero tranquila.
A las dos de la mañana llamaron a la puerta de la barraca.
– ¡Antonio! ¡Antonio!
Y Antonio saltó de la cama. Era su compadre, el compañero de pesca, que le avisaba para hacerse, a la mar.
Había dormido poco aquella noche. A las once todavía charlaba con Rufina, su pobre mujer, que se revolvía inquieta en la cama hablando de los negocios. No podían marchar peor. ¡Vaya un verano! En el anterior, los atunes habían corrido el Mediterráneo en bandadas interminables. El día que menos, se mataban doscientas o trescientas arrobas; el dinero circulaba como una bendición de Dios, y los que, como Antonio, guardaron buena conducta e hicieron sus ahorrillos, se emanciparon de la condición de simples marineros, comprándose una barca para pescar por cuenta propia.
El puertecillo estaba lleno. Una verdadera flota lo ocupaba todas las noches, sin espacio apenas para moverse; pero con el aumento de barcas había venido la carencia de pesca.
Las redes sólo sacaban algas o pez menudo; morralla de la que se deshace en la sartén. Los atunes habían tomado este año otro camino, y nadie conseguía izar uno sobre su barca.
Rufina estaba aterrada por esta situación. No había dinero en casa; debían en el horno y en la tienda, y el señor Tomás, un patrón retirado, dueño del pueblo por sus judiadas, les amenazaba continuamente si no entregaban algo de los cincuenta duros con intereses que les había prestado para la terminación de aquella barca tan esbelta y tan velera que consumió todos sus ahorros.
Antonio, mientras se vestía, despertó a su hijo, un grumete de nueve años que le acompañaba en la pesca y hacía el trabajo de un hombre.
– A ver si hoy tenéis más fortuna – murmuró la mujer desde la cama – . En la cocina encontraréis el capazo de las provisiones… Ayer ya no querían fiarme en la tienda. ¡Ay, Señor! ¡Y qué oficio tan perro!
– Calla, mujer; malo está el mar, pero Dios proveerá. Justamente vieron ayer algunos un atún que va suelto; un viejo que se calcula pesa más de treinta arrobas. Figúrate si lo cogiéramos… Lo menos sesenta duros.
Y el pescador acabó de arreglarse pensando en aquel pescadote, un solitario que, separado de su manada, volvía por la fuerza de la costumbre a las mismas aguas que el año anterior.
Antoñico estaba ya de pie y listo para partir, con la gravedad y satisfacción del que se gana el pan a la edad en que otros juegan; al hombro el capazo de las provisiones y en una mano la banasta de los roveles, el pez favorito de los atunes, el mejor cebo para atraerles.
Padre e hijo salieron de la barraca y siguieron la playa hasta llegar al muelle de los pescadores. El compadre les esperaba en la barca preparando la vela.
La flotilla removíase en la oscuridad, agitando su empalizada de mástiles. Corrían sobre ella las negras siluetas de los tripulantes, rasgaba el silencio el ruido de los palos cayendo sobre cubierta, el chirriar de las garruchas y las cuerdas, y las velas desplegábanse en la oscuridad como enormes sábanas.
El pueblo extendía hasta cerca del agua sus calles rectas, orladas de casitas blancas, donde se albergaban por una temporada los veraneantes, todas aquellas familias venidas del interior en busca del mar. Cerca del muelle, un caserón mostraba sus ventanas como hornos encendidos, trazando regueros de luz sobre las inquietas aguas.
Era el Casino. Antonio lanzó hacia él una mirada de odio. ¡Cómo trasnochaban aquellas gentes! Estarían jugándose el dinero… ¡Si tuvieran que madrugar para ganarse el pan!
– ¡Iza! ¡Iza! Que van muchos delante.
El compadre y Antoñico tiraron de las cuerdas, y lentamente se remontó la vela latina, estremeciéndose al ser curvada por el viento.
La barca se arrastró primero mansamente sobre la tranquila superficie de la bahía; después ondularon las aguas y comenzó a cabecear: estaban fuera de puntas; en el mar libre.
Al frente, el oscuro infinito, en el que parpadeaban las estrellas, y por todos lados, sobre la mar negra, barcas y más barcas que se alejaban como puntiagudos fantasmas resbalando sobre las olas.
El compadre miraba el horizonte.
– Antonio, cambia el viento.
– Ya lo noto.
– Tendremos mar gruesa.
– Lo sé; pero ¡adentro! Alejémonos de todos estos que barren el mar.
Y la barca, en vez de ir tras las otras, que seguían la costa, continuó con la proa mar adentro.
Amaneció. El sol, rojo y recortado cual enorme oblea, trazaba sobre el mar un triángulo de fuego y las aguas hervían como si reflejasen un incendio.
Antonio empuñaba el timón, el compañero estaba junto al mástil y el chicuelo en la proa explorando el mar. De la popa y las bordas pendían cabelleras de hilos que arrastraban sus cebos dentro del agua. De vez en cuando tirón y arriba un pez, que se revolvía y brillaba como estaño animado. Pero eran piezas menudas… nada.
Y así pasaron las horas; la barca siempre adelante, tan pronto acostada sobre las olas como saltando, hasta enseñar su panza roja. Hacía calor, y Antoñico escurríase por la escotilla para beber del tonel de agua metido en la estrecha cala.
A las diez habían perdido de vista la tierra; únicamente se veían por la parte de popa las velas lejanas de otras barcas, como aletas de peces blancos.
– ¡Pero Antonio! – exclamó el compadre – . ¿Es que vamos a Orán? Cuando la pesca no quiere presentarse, lo mismo da aquí que más adentro.
Viró Antonio, y la barca comenzó a correr bordadas, pero sin dirigirse a tierra.
– Ahora – dijo alegremente – tomemos un bocado. Compadre, trae el capazo. Ya se presentará la pesca cuando ella quiera.
Para cada uno un enorme mendrugo y una cebolla cruda, machacada a puñetazos sobre la borda.
El viento soplaba fuerte y la barca cabeceaba rudamente sobre las olas de larga y profunda ondulación.
–¡Pae!– gritó Antoñico desde la proa – , ¡un pez grande, mu grande!.. ¡Un atún!
Rodaron por la popa las cebollas y el pan, y los dos hombres asomáronse a la borda.
Sí, era un atún; pero enorme, ventrudo, poderoso, arrastrando casi a flor de agua su negro lomo de terciopelo; el solitario tal vez de que tanto hablaban los pescadores. Flotaba poderosamente, pero con una ligera contracción de su fuerte cola, pasaba de un lado a otro de la barca, y tan pronto se perdía de vista como reaparecía instantáneamente.
Antonio enrojeció de emoción, y apresuradamente echó al mar el aparejo con un anzuelo grueso como un dedo.
Las aguas se enturbiaron y la barca se conmovió, como si alguien con fuerza colosal tirase de ella deteniéndola en su marcha e intentando hacerla zozobrar. La cubierta se bamboleaba como si huyese bajo los pies de los tripulantes, y el mástil crujía a impulsos de la hinchada vela. Pero de pronto el obstáculo cedió, y la barca, dando un salto, volvió a emprender su marcha.
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