Desde las siete que el capitán Alvarez, fumando cigarrillo tras cigarrillo, estaba en su cuarto, ocupado en escribir a la luz de un mezquino quinqué.
En fino papel de seda escribía con gran cuidado largas cartas que firmaba con un complicado garabato y que iban dirigidas a otros tantos nombres simbólicos, sacados en su mayoría de la antigua historia romana.
Aquello olía a conspiración, y los párrafos numerados que formaban aquellas cartas, debían ser instrucciones dirigidas a los conjurados.
Así era, efectivamente. Alvarez, que era el secretario de la Junta Militar Revolucionaria, había recibido del general Prim, aquella misma tarde, una minuta encargándole sacase copias en la forma acostumbrada, y las remitiera, por tal sistema de comunicación que los conspiradores habían establecido, a todos los compañeros de provincias que estaban dispuestos a desenvainar su espada contra la reacción imperante.
Alvarez, cuando escribía, fumaba automáticamente, sin darse cuenta del prodigioso número de cigarros que consumía, y en torno de su persona formábase una espesa nube de humo, que empañaba la luz del quinqué y envolvía todos los objetos de la habitación en una vaguedad brumosa.
Nada molestaba tanto al capitán como ejercer de amanuense, copiando un sinnúmero de veces las mismas palabras. Su imaginación se rebelaba contra aquella monótona y embrutecedora tarea, y como su memoria, a las pocas copias, retenía ya todo el contenido del original, podía entretenerse silbando y canturreando mientras la fina pluma corría diligente sobre el tenue papel.
Tenía ya escritas el capitán cerca de la mitad de las copias encargadas, cuando en la cerrada puerta del cuarto sonaron los discretos golpes.
Alvarez levantó la cabeza con cierta alarma, instintivamente puso su mano sobre los papeles, y gritó enérgicamente:
– ¿Quién va?
– Soy yo, mi capitán – contestó la voz algo bronca de Perico, su asistente – . Ahí fuera le buscan a usted.