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Los hermanos Plantagenet

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Manuel Fernández y González
Los hermanos Plantagenet

I
LOS HERMANOS DE LA NIEBLA

EL día 15 de noviembre de 1194, á la hora en que el sol se ocultaba tras los remotos confines del condado de Middlesex, tiñendo con reflejos amarillentos los girones en que se rompía al Occidente el ancho pabellón de nubes que encapotaba el cielo, una galera de altos mástiles y agudas velas navegaba lentamente, ayudada por los remos de cien galeotes, subiendo con dificultad la corriente del Támesis, á dos leguas de distancia de Londres.

Sobre el alcázar de popa de esta galera, recostado en un mástil en que apenas ondulaba al débil impulso de una pesada brisa sudeste un pendón rojo, cuyas plegaduras no permitían conocer los detalles del blasón que dejaba notarse de una manera confusa sobre él; apoyado en este mástil, repetimos se veía un hombre de figura atlética, con la mirada fija en la distante ciudad.

Rodeábanle otros tres hombres, pero á cierta distancia, sin duda por respeto, que miraban al mismo punto que el primero, con una expresión marcada de impaciencia.

Y esta impaciencia era muy natural; la galera adelantaba con tanta lentitud, que á primera vista hubiérasela podido creer anclada, á no ser por el continuo y monótono ruido que producían azotando el agua los remos de los galeotes.

Suponiendo que nuestros lectores se impacientarán si llamamos mucho tiempo su atención sobre el perezoso bastimento, lanzaremos nuestro relato á todo vagor, pasaremos como un meteoro entre las áridas y solitarias riberas de los condados de Surrey y Middlesex, cuyos límites naturales entre sí señala el Támesis, y sólo nos detendremos en una ensenada de la isla de los Perros.

Una vez allí, deberemos tomar tierra y observar. El islote que hoy se denomina de los Perros, era en la época á que nos referimos, un terreno largo y extrecho, levantado sobre el río á gran distancia de entrambas márgenes. Coronábalo un espeso bosque de árboles que la mano del hombre no había cultivado; y ninguna senda nacía en sus riberas que atestiguase el paso de la planta humana. Nadie había pensado en ponerle nombre, ó al menos nosotros lo ignoramos. Sea como quiera, desde él se veía perfectamente á Londres tendido á su altura, y levantando sobre la margen izquierda el recinto torreado de la ciudad y la villa, y sobre la derecha las feas casas de madera del arrabal Sowttwark. Nada de notable se veía en éste, mientras por el contrario, dominando los muros de la ciudad y de la villa, se destacaba sobre el doble fondo de los campos y del celaje la confusa aglomeración de torres de la Torre de Londres, entre las cuales como un pino entre retamas se alzaba la de White-tower (Torre blanca) construida por Guillermo el Conquistador: más allá en el centro de la ciudad, aparecía la gótica torre de la iglesia de San Pablo, destruida más adelante por un incendio en 1666, y reconstruida en 1675 por el ilustre arquitecto sir Cristóval Wren; últimamente, las agujas de la abadía de Westminster, las cúpulas de Whitehall y de San James, y las menos notables de la iglesia de San Miguel en Cornhill, y las de San Bride y San Duntan, se levantan sobre la extensa silueta de Londres.

La niebla que acompaña los crepúsculos de invierno en Inglaterra, había ya cubierto la tarde en que empieza la acción de nuestro drama, las copas de los álamos más elevados del islote, y descendía lentamente de un celaje encapotado, presagiando una noche oscurísima, que se acercaba sensiblemente. Bien pronto al crepúsculo sucedió una claridad dudosa, débil, que desapareció en fin; la niebla envolvió á Londres, púsose húmeda y fría sobre la tierra, y unióse al fin más densa y más glacial sobre la corriente del río. Nada se vió entonces. Parecía que el caos tornaba á pesar sobre la creación.

Pero en medio de este caos se elevaba un rumor lejano, perdido, confuso; rumor extraño, difícil de analizar; era el álito de Londres que bebía en sus tabernas, que bailaba en sus salones, que se agitaba en sus plazas, que rompía la tierra de sus cementerios; era Londres oprimido por la rapiña y las horcas de un obispo canciller; Londres monopolizado por sus lores, Londres diezmado á la par por el hambre y por la peste, y que sin embargo, se embriagaba, danzaba, murmuraba y enterraba; aquel rumor era el gemido de un gigante enfermo.

Esto por la parte de Londres; en los campos y en el Támesis el más profundo silencio, y sin embargo, si algunos momentos después que la niebla se había enseñoreado de la noche, alguno que, colocado sobre cualquiera de las márgenes del islote, hubiese poseído un oído exquisito, hubiera notado un rumor imperceptible en las aguas, comparable en su origen al sonido ténue de una hoja movida por una brisa sutilísima, más sensible después, y semejante al que produce un cuerpo que agita el agua sin azotarla; rumor pausado, uniforme y continuo que hubiera anunciado á un marino la proximidad de un pequeño buque impulsado por remos; después hubiera sentido un choque débil, un estremecimiento pasajero, y después de un salto, las pisadas de un hombre sobre la maleza.

Y en efecto, así sucedió. Una barca pequeña, según podía juzgarse por el valor del ruido que producía su proa cortando el agua á impulso de dos remos hasta llegar al islote, arribó á su orilla, y de ella saltó una sombra, después de haber amarrado el batel á la maleza que se dejaba lamer de la corriente, tendiéndose á lo largo de ella cual si fuese una gigante y extraña cabellera; aquel sér, que merced á la niebla hubiera podido pasar por sombra, á no ser por el áspero ruido que producía en el ramaje al atravesarlo, revelando de aquel modo una existencia corpórea; se alejó hacia el centro del islote, y muy pronto dominó de una manera absoluta el silencio turbado un momento por su pasajera aparición.