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Historia de una parisiense

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Octave Feuillet
Historia de una parisiense

I

Sería excesivo pretender que todas las jóvenes casaderas son unos ángeles; pero hay ángeles entre las jóvenes casaderas. Esto no es una rareza, y, lo que parece más extraño, es que quizá en París es menos raro que en otra parte. La razón es sencilla. En ese gran invernáculo parisiense, las virtudes y los vicios, lo mismo que los genios, se desarrollan con una especie de exuberancia y alcanzan el más alto grado de perfección y refinamiento. En ninguna parte del mundo se aspiran más acres venenos ni más suaves perfumes. En ninguna otra parte, tampoco, la mujer, cuando es bella, puede serlo más: ni cuando es buena, puede ser más buena.

Se sabe que la marquesa de Latour-Mesnil, aunque había sido de las más bellas y de las mejores, no por eso había sido feliz con su marido. No porque fuera un mal hombre, pero le gustaba divertirse, y no se divertía con su mujer. Por consiguiente, la había abandonado en extremo: ella había llorado mucho en secreto, sin que él se hubiese apercibido ni preocupado; después había muerto, dejando a la marquesa la impresión de que era ella quien había quebrado su existencia. Como tenía un alma tierna y modesta, fue bastante buena para culparse a sí misma, por la insuficiencia de sus méritos, y queriendo evitar a su hija un destino semejante al suyo, puso todo su empeño en hacer de ella una persona eminentemente distinguida, y tan capaz como puede serlo una mujer, de mantener el amor en el matrimonio. Esta clase de educaciones exquisitas son en París, como en otras partes, el consuelo de muchas viudas cuyos maridos viven, sin embargo.

La señorita Juana Berengére de Latour-Mesnil había recibido felizmente de la naturaleza todos los dones que podían favorecer la ambición de una madre. Su espíritu naturalmente predispuesto y activo, prestose maravillosamente desde la infancia a recibir el delicado cultivo maternal. Después, maestros selectos y cuidadosamente vigilados, acabaron de iniciarla en las nociones, gustos y conocimientos que hacen el ornato intelectual de una mujer. En cuanto a la educación moral, su madre fue su único maestro, quien por su solo contacto y la pureza de su propia inspiración, hizo de ella una criatura tan sana como ella misma.

A los méritos que acabamos de indicar, la señorita de Latour-Mesnil había tenido el talento de añadir otro, de cuya influencia no es dado a la naturaleza humana libertarse: era extremadamente linda; tenía el talle y la gracia de una ninfa, con una fisonomía un poco selvática y pudores de niña. Su superioridad, de la que se daba alguna cuenta, la turbaba; sentíase a la vez orgullosa y tímida. En sus conversaciones a solas con su madre, era expansiva, entusiasta, y hasta un poco charlatana: en público permanecía inmóvil y silenciosa, como una bella flor; pero sus magníficos ojos hablaban por ella.

Después de haber llevado a cabo con ayuda de Dios aquella obra encantadora, la marquesa habría deseado descansar, y ciertamente que tenía derecho a hacerlo. Pero el descanso no se hizo para las madres, y la marquesa no tardó en verse agitada por un estado febril que comprenderán muchas de nuestras lectoras. Juana Berengére, había cumplido ya diez y nueve años y tenía que buscarle un marido. Es ésta, sin contradicción, una hora solemne para las madres. Que se sientan muy conturbadas no nos extraña; extrañaríamos que no lo estuvieran aún más. Pero si alguna madre debió sentir en aquellos momentos críticos mortales angustias, es aquella que, como la señora de Latour-Mesnil, había tenido la virtud de educar bien a su hija; aquella en que, modelando con sus manos puras a aquella joven había conseguido pulir, purificar y espiritualizar sus instintos. Esa madre tiene que decirse, que una criatura así dirigida y tan perfecta, está separada de ciertos hombres que frecuentan nuestras calles y aún nuestros salones, por un abismo intelectual y moral tan profundo como el que la separa de un negro de Zululand. Tiene indispensablemente que decirse, que entregar a su hija a uno de esos hombres, es entregarla a la peor de las alianzas, y degradar indignamente su propia obra. Su responsabilidad, en semejante materia, es tanto más pesada, cuanto que las jóvenes francesas, con nuestras costumbres, se hallan completamente imposibilitadas para tomar una parte seria en la elección de un marido.

Con pocas excepciones, ellas aman desde un principio candorosamente, a aquel que le designan por esposo, porque lo adornan con todas las buenas cualidades que desean.

Era, pues, con demasiada razón que la señora Latour-Mesnil se preocupaba de casar bien a su hija. Pero lo que una mujer honesta y espiritual como ella, entendía por casar bien a su hija, sería difícil concebirlo, si no se viese todos los días que las experiencias personales más dolorosas, el amor maternal más verdadero, el espíritu más delicado y aun la piedad más acendrada, no bastan para enseñar a una madre la diferencia que existe entre un bello casamiento y uno bueno. Puede al mismo tiempo hacerse lo uno y lo otro y es seguramente lo mejor; pero hay que cuidarse mucho, porque sucede con frecuencia que un bello casamiento es todo lo contrario de un buen casamiento, porque deslumbra y por consiguiente enceguece.

Un bello casamiento para una joven que, como la señorita Latour-Mesnil, debía llevar quinientos mil francos de dote, constituye tres o cuatro millones. Verdaderamente, parece que una mujer puede ser feliz con menos. Pero en fin, confesarase que es difícil rehusar cuatro millones cuando se ofrecen. Así, pues, en 1870 el barón Maurescamp ofreció seis o siete a la señorita Latour-Mesnil por intermedio de una amiga que había sido su querida, pero que era una buena mujer.

La señora Latour-Mesnil contestó con la dignidad conveniente, que la proposición la lisonjeaba, y que sólo pedía algunos días para reflexionar y tomar informes. Pero así que la embajadora hubo salido, salió corriendo en busca de su hija, la estrechó contra su corazón y se echó a llorar.

– ¿Un marido, entonces? – dijo Juana, fijando en su madre su mirada de fuego.