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Los cuatro jinetes del apocalipsis

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Vicente Blasco Ibáñez
Los cuatro jinetes del apocalipsis

PRIMERA PARTE

I

En el jardín de la Capilla Expiatoria

Debían encontrarse á las cinco de la tarde en el pequeño jardín de la Capilla Expiatoria, pero Julio Desnoyers llegó media hora antes, con la impaciencia del enamorado que cree adelantar el momento de la cita presentándose con anticipación. Al pasar la verja por el bulevar Haussmann, se dió cuenta repentinamente de que en París el mes de Julio pertenece al verano. El curso de las estaciones era para él en aquellos momentos algo embrollado que exigía cálculos.

Habían transcurrido cinco meses desde las últimas entrevistas en este square que ofrece á las parejas errantes el refugio de una calma húmeda y fúnebre junto á un bulevar de continuo movimiento y en las inmediaciones de una gran estación de ferrocarril. La hora de la cita era siempre las cinco. Julio veía llegar á su amada á la luz de los reverberos, encendidos recientemente, con el busto envuelto en pieles y llevándose el manguito al rostro lo mismo que un antifaz. La voz dulce, al saludarle, esparcía su respiración congelada por el frío: un nimbo de vapor blanco y tenue. Después de varias entrevistas preparatorias y titubeantes, abandonaron definitivamente el jardín. Su amor había adquirido la majestuosa importancia del hecho consumado, y fué á refugiarse de cinco á siete en un quinto piso de la rue de la Pompe, donde tenía Julio su estudio de pintor. Las cortinas bien corridas sobre el ventanal de cristales, la chimenea ardiente esparciendo palpitaciones de púrpura como única luz de la habitación, el monótono canto del samovar hirviendo junto á las tazas de té, todo el recogimiento de una vida aislada por el dulce egoísmo, no les permitió enterarse de que las tardes iban siendo más largas, de que afuera aún lucía á ratos el sol en el fondo de los pozos de nácar abiertos en las nubes, y que la primavera, una primavera tímida y pálida, empezaba á mostrar sus dedos verdes en los botones de las ramas, sufriendo las últimas mordeduras del invierno, negro jabalí que volvía sobre sus pasos.

Luego, Julio había hecho un viaje á Buenos Aires, encontrando en el otro hemisferio las últimas sonrisas del otoño y los primeros vientos helados de la pampa. Y cuando se imaginaba que el invierno era para él la eterna estación, pues le salía al paso en sus cambios de domicilio de un extremo á otro del planeta, he aquí que se le aparecía inesperadamente el verano en este jardín de barrio.

Un enjambre de niños correteaba y gritaba en las cortas avenidas alrededor del monumento expiatorio. Lo primero que vió Julio al entrar fué un aro que venía rodando hacia sus piernas empujado por una mano infantil. Luego tropezó con una pelota. En torno de los castaños se aglomeraba el público habitual de los días calurosos, buscando la sombra azul acribillada de puntos de luz. Eran criadas de las casas próximas que hacían labores ó charlaban, siguiendo con mirada indiferente los juegos violentos de los niños confiados á su vigilancia; burgueses del barrio que descendían al jardín para leer su periódico, haciéndose la ilusión de que les rodeaba la paz de los bosques. Todos los bancos estaban llenos. Algunas mujeres ocupaban taburetes plegadizos de lona, con el aplomo que confiere el derecho de propiedad. Las sillas de hierro, asientos sometidos á pago, servían de refugio á varias señoras cargadas de paquetes, burguesas de los alrededores de París que esperaban á otros individuos de su familia para tomar el tren en la Gare Saint-Lazare… Y Julio había propuesto en una carta neumática el encontrarse como en otros tiempos en este lugar, por considerarlo poco frecuentado. Y ella, con no menos olvido de la realidad, fijaba en su respuesta la hora de siempre, las cinco, creyendo que, después de pasar unos minutos en el Printemps ó las Galerías con pretexto de hacer compras, podría deslizarse hasta el jardín solitario, sin riesgo á ser vista por alguno de sus numerosos conocimientos…

Desnoyers gozó una voluptuosidad casi olvidada—la del movimiento en un vasto espacio—al pasear haciendo crujir bajo sus pies los granos de arena. Durante veinte días, sus paseos habían sido sobre tablas, siguiendo con el automatismo de un caballo de picadero la pista ovoidal de la cubierta de un buque. Sus plantas, habituadas á un suelo inseguro, guardaban aún sobre la tierra firme cierta sensación de movilidad elástica. Sus idas y venidas no despertaban la curiosidad de las gentes sentadas en el paseo. Una preocupación común parecía abarcar á todos, hombres y mujeres. Los grupos cruzaban en alta voz sus impresiones. Los que tenían un periódico en la mano veían aproximarse á los vecinos con sonrisa de interrogación. Habían desaparecido de golpe la desconfianza y el recelo que impulsan á los habitantes de las grandes ciudades á ignorarse mutuamente, midiéndose con la vista cual si fuesen enemigos.

«Hablan de la guerra—se dijo Desnoyers—. Todo París sólo habla á estas horas de la posibilidad de la guerra.»

Fuera del jardín se notaba igualmente la misma ansiedad, que hacía á las gentes fraternales é igualitarias. Los vendedores de periódicos pasaban por el bulevar voceando las publicaciones de la tarde. Su carrera furiosa era cortada por las manos ávidas de los transeuntes, que se disputaban los papeles. Todo lector se veía rodeado de un grupo que le pedía noticias ó intentaba descifrar por encima de sus hombros los gruesos y sensacionales rótulos que encabezaban la hoja. En la rue des Mathurins, al otro lado del square, un corro de, trabajadores, bajo el toldo de una taberna, oía los comentarios de un amigo, que acompañaba sus palabras agitando el periódico con ademanes oratorios. El tránsito en las calles, el movimiento general de la ciudad, era lo mismo que en los otros días, pero á Julio le pareció que los vehículos iban más aprisa, que había en el aire un estremecimiento de fiebre, que las gentes hablaban y sonreían de un modo distinto. Todos parecían conocerse. A él mismo le miraban la mujeres del jardín como si le hubiesen visto en los días anteriores. Podía acercarse á ellas y entablar conversación, sin que experimentasen extrañeza.

«Hablan de la guerra», volvió á repetirse; pero con la conmiseración de una inteligencia superior que conoce el porvenir y se halla por encima de las impresiones del vulgo.

Sabía á qué atenerse. Había desembarcado á las diez de la noche, aún no hacía veinticuatro horas que pisaba tierra, y su mentalidad era la de un hombre que viene de lejos, á través de las inmensidades oceánicas, de los horizontes sin obstáculos, y se sorprende viéndose asaltado por las preocupaciones que gobiernan á las aglomeraciones humanas. Al desembarcar había estado dos horas en un café de Boulogne, contemplando cómo las familias burguesas pasaban la velada en la monótona placidez de una vida sin peligros. Luego, el tren especial de los viajeros de América le había conducido á París, dejándolo á las cuatro de la madrugada en un andén de la estación del Norte entre los brazos de Pepe Argensola, joven español al que llamaba unas veces «mi secretario» y otras «mi escudero», por no saber con certeza qué funciones desempeñaba cerca de su persona. En realidad, era una mezcla de amigo y de parásito, el camarada pobre, complaciente y activo que acompaña al señorito de familia rica en mala inteligencia con sus padres, participando de las alternativas de su fortuna, recogiendo las migajas de los días prósperos é inventando expedientes para conservar las apariencias en las horas de penuria.

–¿Qué hay de la guerra?—lo había dicho Argensola antes de preguntarle por el resultado de su viaje—. Tú vienes de fuera y debes saber mucho.

Luego se había dormido en su antigua cama, guardadora de gratos recuerdos, mientras el «secretario» paseaba por el estudio hablando de Servia, de Rusia y del kaiser. También este muchacho, escéptico para todo lo que no estuviese en relación con su egoísmo, parecía contagiado por la preocupación general. Cuando despertó, la carta de ella citándole para las cinco de la tarde contenía igualmente algunas palabras sobre el temido peligro. A través de su estilo de enamorada parecía transpirar la preocupación de París. Al salir en busca del almuerzo, la portera, con pretexto de darle la bienvenida, le había pedido noticias. Y en el restorán, en el café, en la calle, siempre la guerra… la posibilidad de una guerra con Alemania…

Desnoyers era optimista. ¿Qué podían significar estas inquietudes para un hombre como él, que acababa de vivir más de veinte días entre alemanes, cruzando el Atlántico bajo la bandera del Imperio?…

Había salido de Buenos Aires en un vapor de Hamburgo: el König Friedrich August. El mundo estaba en santa tranquilidad cuando el buque se alejó de tierra. Sólo en Méjico blancos y mestizos se exterminaban revolucionariamente, para que nadie pudiese creer que el hombre es un animal degenerado por la paz. Los pueblos demostraban en el resto del planeta una cordura extraordinaria. Hasta en el trasatlántico, el pequeño mundo de pasajeros, de las más diversas nacionalidades, parecía un fragmento de la sociedad futura implantado como ensayo en los tiempos presentes, un boceto del mundo del porvenir, sin fronteras ni antagonismos de razas.

Una mañana, la música de á bordo, que hacía oir todos los domingos el Coral de Lutero, despertó á los durmientes de los camarotes de primera ciase con la más inaudita de las alboradas. Desnoyers se frotó los ojos creyendo vivir aún en las alucinaciones del sueño. Los cobres alemanes rugían la Marsellesa por los pasillos y las cubiertas. El camarero, sonriendo ante su asombro, acabó por explicar el acontecimiento: «Catorce de Julio». En los vapores alemanes se celebran como propias las grandes fiestas de todas las naciones que proporcionan carga y pasajeros. Sus capitanes cuidan escrupulosamente de cumplir los ritos de esta religión de la bandera y del recuerdo histórico. La más insignificante República ve empavesado el buque en su honor. Es una diversión más, que ayuda á combatir la monotonía del viaje y sirve á los altos fines de la propaganda germánica. Por primera vez la gran fecha de Francia era festejada en un buque alemán; y mientras los músicos seguían paseando por los diversos pisos una Marsellesa galopante, sudorosa y con el pelo suelto, los grupos matinales comentaban el suceso. «¡Qué finura!—decían las damas sudamericanas—. Estos alemanes no son tan ordinarios como parecen. Es una atención… algo muy distinguido. ¿Y aún hay quien cree que ellos y Francia van á golpearse?…»

Los contadísimos franceses que viajaban en el buque se veían admirados, como si hubiesen crecido desmesuradamente ante la pública consideración. Eran tres nada más: un joyero viejo que venía de visitar sus sucursales de América y dos muchachas comisionistas de la rue de la Paix, las personas más modositas y tímidas de á bordo, vestales de ojos alegres y nariz respingada, que se mantenían aparte, sin permitirse la menor expansión en este ambiente poco grato. Por la noche hubo banquete de gala. En el fondo del comedor, la bandera francesa y la del Imperio formaban un vistoso y disparatado cortinaje. Todos los pasajeros alemanes iban de frac y sus damas exhibían las blancuras de sus escotes. Los uniformes de los sirvientes brillaban como en un día de gran revista. A los postres sonó el repiqueteo de un cuchillo sobre un vaso, y se hizo el silencio. El comandante iba á hablar. Y el bravo marino, que unía á sus funciones náuticas la obligación de hacer arengas en los banquetes y abrir los bailes con la dama de mayor respeto, empezó el desarrollo de un rosario de palabras semejantes á frotamientos de tabletas, con largos intervalos de vacilante silencio. Desnoyers sabía un poco de alemán, como recuerdo de sus relaciones con los parientes que tenía en Berlín, y pudo atrapar algunas palabras. El comandante repetía á cada momento «paz» y «amigos». Un vecino de mesa, comisionista de comercio, se ofreció como intérprete, con la obsequiosidad del que vive de la propaganda.

–El comandante pide á Dios que mantenga la paz entre Alemania y Francia y espera que cada vez serán más amigos los dos pueblos.

Otro orador se levantó en la misma mesa que ocupaba el marino. Era el más respetado de los pasajeros alemanes, un rico industrial de Düsseldorf que venía de visitar á sus corresponsales de América. Nunca lo designaban por su nombre. Tenía el título de consejero de Comercio, y para sus compatriotas era Herr Comerzienrath, así como su esposa se hacía dar el título de Frau Rath. La «señora consejera», mucho más joven que su importante esposo, había atraído desde el principio del viaje la atención de Desnoyers. Ella, por su parte, hizo una excepción en favor de este joven argentino, abdicando su título desde la primera conversación. «Me llamo Berta», dijo dengosamente, como una duquesa de Versalles á un lindo abate sentado á sus pies. El marido también protestó al oir que Desnoyers le llamaba «consejero» como sus compatriotas: «Mis amigos me llaman capitán. Yo mando una compañía de la landsturm.» Y el gesto con que el industrial acompañó estas palabras revelaba la melancolía de un hombre no comprendido, menospreciando los honores que goza para pensar únicamente en los que no posee.

Mientras pronunciaba el discurso, Julio examinó su pequeña cabeza y su robusto pescuezo, que le daban cierta semejanza con un perro de pelea. Imaginariamente veía el alto y opresor cuello del uniforme haciendo surgir sobre sus bordes un doble bullón de grasa roja. Los bigotes enhiestos y engomados tomaban un avance agresivo. Su voz era cortante y seca, como si sacudiese las palabras… Así debía lanzar el emperador sus arengas. Y el burgués belicoso, con instintiva simulación, encogía el brazo izquierdo, apoyando la mano en la empuñadura de un sable invisible.

A pesar de su gesto fiero y su oratoria de mando, todos los oyentes alemanes rieron estrepitosamente á las primeras palabras, como hombres que saben apreciar el sacrificio de un Herr Comerzienrath cuando se digna divertir á una reunión.

–Dice cosas muy graciosas de los franceses—apuntó el intérprete en voz baja—. Pero no son ofensivas.

Julio había adivinado algo de esto al oir repetidas veces la palabra franzosen. Se daba cuenta aproximadamente de lo que decía el orador: «Franzosen, niños grandes, alegres, graciosos, imprevisores. ¡Las cosas que podrían hacer juntos los alemanes y ellos, si olvidaban los rencores del pasado!» Los oyentes germanos ya no reían. El consejero renunciaba á su ironía, una ironía grandiosa, aplastante, de muchas toneladas de peso, enorme como el buque. Ahora desarrollaba la parte seria de su arenga, y el mismo comisionista parecía conmovido.

–Dice, señor—continuó—, que desea que Francia sea muy grande y que algún día marchemos juntos contra otros enemigos… ¡contra otros!

Y guiñaba un ojo sonriendo maliciosamente, con la misma sonrisa de común inteligencia que despertaba en todos esta alusión al misterioso enemigo.

Al final, el capitán consejero levantó su copa por Francia. «¡Hoc!», gritó como si mandase una evolución á sus soldados de la reserva. Por tres veces dió el grito, y toda la masa germánica, puesta de pie, contestó con un «¡Hoc!» semejante á un rugido, mientras la música, instalada en el antecomedor, rompía á tocar la Marsellesa.

Desnoyers se conmovió. Un escalofrío de entusiasmo subía por su espalda. Se le humedecieron los ojos, y al beberse el champañ creyó haber tragado algunas lágrimas. El llevaba un nombre francés, tenía sangre francesa, y lo que hacían aquellos gringos—que las más de las veces le parecían ridículos y ordinarios—era digno de agradecimiento. ¡Los subditos del kaiser festejando la gran fecha de la Revolución!… Creyó estar asistiendo á un gran suceso histórico.

–¡Muy bien!—dijo á otros sudamericanos que ocupaban las mesas inmediatas—. Hay que reconocer que han estado muy gentiles.

Luego, con la vehemencia de sus veintisiete años, acometió en el antecomedor al joyero, echándole en cara su mutismo. Era el único ciudadano de Francia que iba á bordo. Debía haber dicho cuatro palabras de agradecimiento. La fiesta terminaba mal por su culpa.

–¿Y por qué no ha hablado usted, que es hijo de francés?—dijo el otro.

–Yo soy ciudadano argentino—contestó Julio.

Y se alejó del joyero, mientras éste, pensando que «podía haber hablado», daba explicaciones á los que le rodeaban. Era muy peligroso mezclarse en asuntos diplomáticos. Además, él «no tenía instrucciones de su gobierno». Y por unas cuantas horas se creyó un hombre que había estado á punto de desempeñar un gran papel en la Historia.

Desnoyers pasaba el resto de la noche en el fumadero, atraído por la presencia de la «señora consejera». El capitán de la landsturm, avanzando un enorme cigarro entre sus bigotes, jugaba al poker con otros compatriotas que le seguían en orden de dignidades y riquezas. Su compañera se mantenía al lado suyo gran parte de la velada, presenciando el ir y venir de los camareros cargados de bocks, sin atreverse á intervenir en este consumo enorme de cerveza. Su preocupación era guardar un asiento vacío junto á ella para que lo ocupase Desnoyers. Le tenía por el hombre más «distinguido» de á bordo porque tomaba champañ en todas las comidas. Era de mediana estatura, moreno, con un pie breve—que la obligaba á ella á recoger los suyos debajo de las faldas—, y su frente aparecía como un triángulo bajo dos crenchas de pelo lisas, negras, lustrosas cual planchas de laca. El tipo opuesto de los hombres que la rodeaban. Además vivía en París, en la ciudad que ella no había visto nunca, después de numerosos viajes por ambos hemisferios.

–¡Oh, París! ¡París!—decía abriendo los ojos y frunciendo los labios para expresar su admiración cuando hablaba á solas con el argentino—. ¡Cómo me gustaría ir á él!

Y para que le contase las cosas de París se permitía ciertas confidencias sobre los placeres de Berlín, pero con ruborosa modestia, admitiendo por adelantado que en el mundo hay más, mucho más, y que ella deseaba conocerlo.

Julio, al pasear ahora en torno de la Capilla Expiatoria, se acordaba con cierto remordimiento de la esposa del consejero Erckmann. ¡El, que había hecho el viaje á América por una mujer, para reunir dinero y casarse con ella!… Pero inmediatamente encontraba excusas á su conducta. Nadie iba á saber lo ocurrido. Además, él no era un asceta, y Berta Erckmann representaba una amistad tentadora en medio del mar. Al recordarla, veía imaginariamente un caballo de carreras grande, enjuto, rabio y de largas zancas. Era una alemana á la moderna, que no reconocía otro defecto á su país que la pesadez de sus mujeres, combatiendo en su persona este peligro nacional con toda clase de métodos alimenticios. La comida era para ella un tormento, y el desfile de los bocks en el fumadero un suplicio tantalesco. La esbeltez conseguida y mantenida por esta tensión de la voluntad dejaba más visible la robustez de su andamiaje, el fuerte esqueleto, con mandíbulas poderosas y unos dientes grandes, sanos, deslumbradores, que tal vez daban origen á la comparación irreverente de Desnoyers. «Es delgada y sin embargo enorme», se decía al examinarla. Pero á continuación la declaraba igualmente la mujer más distinguida de á bordo; distinguida para el Océano, elegante á estilo de Munich, con vestidos de colores indefinibles que hacían recordar el arte persa y las viñetas de los manuscritos medioevales. El marido admiraba la elegancia de Berta, lamentando en secreto su esterilidad casi como un delito de alta traición. La patria alemana era grandiosa por la fecundidad de sus mujeres. El kaiser, con sus hipérboles de artista, había hecho constar que la verdadera belleza alemana debe tener el talle á partir de un metro cincuenta.

Cuando entró Desnoyers en el fumadero para ocupar el asiento que le reservaba la consejera, el marido y sus opulentos camaradas tenían la baraja inactiva sobre el verde tapete. Herr Rath continuaba entre amigos su discurso, y los oyentes se sacaban el cigarro de los labios para lanzar gruñidos de aprobación. La presencia de Julio provocó una sonrisa de general amabilidad. Era Francia que venía á fraternizar con ellos. Sabían que su padre era francés, y esto bastaba para que lo acogiesen como si llegase en línea recta del palacio del muelle de Orsay, representando á la más alta diplomacia de la República. El afán de proselitismo hizo que todos ellos le concediesen de pronto una importancia desmesurada.

–Nosotros—continuó el consejero, mirando fijamente á Desnoyers como si esperase de él una declaración solemne—deseamos vivir en buena amistad con Francia.

El joven Julio aprobó con la cabeza, para no mostrarse desatento. Le parecía muy bueno que las gentes no fuesen enemigas. Por él, podía afirmarse esta amistad cuanto quisieran. Lo único que le interesaba en aquellos momentos era cierta rodilla que buscaba la suya por debajo de la mesa, transmitiéndole su dulce calor á través de un doble telón de sedas.

–Pero Francia—siguió quejumbrosamente el industrial—se muestra arisca con nosotros. Hace años que nuestro emperador le tiende la mano con noble lealtad, y ella finge no verla… Eso reconocerá usted que no es correcto.

Aquí Desnoyers creyó que debía decir algo, para que el orador no adivinase sus verdaderas preocupaciones.

–Tal vez no hacen ustedes bastante. ¡Si ustedes devolviesen, ante todo, lo que le quitaron!…

Se hizo un silencio de estupefacción, como si hubiese sonado en el buque la señal de alarma. Algunos de los que se llevaban el cigarro á los labios quedaron con la mano inmóvil á dos dedos de la boca, abriendo los ojos desmesuradamente. Pero allí estaba el capitán de la landsturm para dar forma á su muda protesta.

–¡Devolver!—dijo con una voz que parecía ensordecida por el repentino hinchamiento de su cuello—. Nosotros no tenemos por qué devolver nada, ya que nada hemos quitado. Lo que poseemos lo ganamos con nuestro heroísmo.

La oculta rodilla se hizo más insinuante, como si aconsejase prudencia al joven con sus dulces frotamientos.

–No diga usted esas cosas—suspiró Berta—. Eso sólo lo dicen los republicanos corrompidos de París. ¡Un joven tan distinguido, que ha estado en Berlín y tiene parientes en Alemania!…

Pero Desnoyers ante toda afirmación hecha con tono altivo sentía un impulso hereditario de agresividad, y dijo fríamente:

–Es como si yo le quitase á usted el reloj y luego le propusiera que fuésemos amigos, olvidando lo ocurrido. Aunque usted pudiera olvidar, lo primero sería que yo le devolviese el reloj.

Quiso responder tantas cosas á la vez el consejero Erckmann, que balbuceó, saltando de una idea á otra: ¡Comparar la reconquista de Alsacia á un robo!… ¡Una tierra alemana!… La raza… la lengua… la historia…

–Pero ¿dónde consta su voluntad de ser alemana?—preguntó el joven sin perder la calma—. ¿Cuándo han consultado ustedes su opinión?…

Quedó indeciso el consejero, como si dudase entre caer sobre el insolente ó aplastarlo con su desprecio.

–Joven, usted no sabe lo que dice—afirmó al fin con majestad—. Usted es argentino y no entiende las cosas de Europa.

Y los demás asintieron, despojándolo repentinamente de la ciudadanía que le habían atribuído poco antes. El consejero, con una rudeza militar, le había vuelto la espalda, y tomando la baraja, distribuía cartas. Se reanudó la partida. Desnoyers, viéndose aislado por este menosprecio silencioso, sintió deseos de interrumpir el juego con una violencia. Pero la oculta rodilla seguía aconsejándole la calma y una mano no menos invisible buscó su diestra, oprimiéndola dulcemente. Esto bastó para que recobrase la serenidad. La «señora consejera» seguía con ojos fijos la marcha del juego. El miró también, y una sonrisa maligna contrajo levemente los extremos de su boca, al mismo tiempo que se decía mentalmente, á guisa de consuelo: «¡Capitán, capitán!… No sabes lo que te espera.»

En tierra firme no se habría acercado más á estos hombres; pero la vida en un trasatlántico, con su inevitable promiscuidad, obliga al olvido. Al otro día, el consejero y sus amigos fueron en busca de él, extremando sus amabilidades para borrar todo recuerdo enojoso. Era un joven «distinguido», pertenecía á una familia rica, y todos ellos poseían en su país tiendas y otros negocios. De lo único que cuidaron fué de no mencionar más su origen francés. Era argentino, y todos á coro se interesaban por la grandeza de su nación y de todas las naciones de la América del Sur, donde tenían corresponsales y empresas, exagerando su importancia como si fuesen grandes potencias, comentando con gravedad los hechos y palabras de sus personajes políticos, dando á entender que en Alemania no había quien no se preocupase de su porvenir, prediciendo á todas ellas una gloria futura, reflejo de la del Imperio, siempre que se mantuviesen bajo la influencia germánica.

A pesar de estos halagos, Desnoyers no se presentó con la misma asiduidad que antes á la hora del poker. La consejera se retiraba á su camarote más pronto que de costumbre. La proximidad de la línea equinoccial le proporcionaba un sueño irresistible, abandonando á su esposo, que seguía con los naipes en la mano. Julio, por su parte, tenía misteriosas ocupaciones que sólo le permitían subir á la cubierta después de media noche. Con la precipitación de un hombre que desea ser visto para evitar sospechas, entraba en el fumadero hablando alto y venía á sentarse junto al marido y sus camaradas. La partida había terminado, y un derroche de cerveza y gruesos cigarros de Hamburgo servía para festejar el éxito de los gananciosos. Era la hora de las expansiones germánicas, de la intimidad entre hombres, de las bromas lentas y pesadas, de los cuentos subidos de color. El consejero presidía con toda su grandeza estas diabluras de los amigos, sesudos negociantes de los puertos anseáticos que gozaban de grandes créditos en el Deutsche Bank ó tenderos instalados en las repúblicas del Plata con una familia innumerable. El era un guerrero, un capitán, y al celebrar cada chiste lento con una risa que hinchaba su robusta cerviz, creía estar en el vivac entre sus compañeros de armas.

En honor de los sudamericanos que, cansados de pasear por la cubierta, entraban á oir lo que decían los gringos, los cuentistas vertían al español las gracias y los relatos licenciosos despertados en su memoria por la cerveza abundante. Julio admiraba la risa fácil de que estaban dotados todos estos hombres. Mientras los extranjeros permanecían impasibles, ellos reían con sonoras carcajadas, echándose atrás en sus asientos. Y cuando el auditorio alemán permanecía frío, el cuentista apelaba á un recurso infalible para remediar su falta de éxito.

–A kaiser le contaron este cuento, y cuando kaiser lo oyó, kaiser rió mucho.

No necesitaba decir más. Todos reían, «¡ja, ja, ja!» con una carcajada espontánea, pero breve; una risa en tres golpes, pues el prolongarla podía interpretarse como una falta de respeto á la majestad.

Cerca de Europa, una oleada de noticias salió al encuentro del buque. Los empleados del telégrafo sin hilo trabajaban incesantemente. Una noche, al entrar Desnoyers en el fumadero, vió á los notables germánicos manoteando y con los rostros animados. No bebían cerveza: habían hecho destapar botellas de champañ alemán, y la Frau consejera, impresionada sin duda por los acontecimientos, se abstenía de bajar á su camarote. El capitán Erckmann, al ver al joven argentino, le ofreció una copa.

–Es la guerra—dijo con entusiasmo—, la guerra que llega… ¡Ya era hora!

Desnoyers hizo un gesto de asombro. ¡La guerra!… ¿Qué guerra es esa?… Había leído, como todos, en la tablilla de anuncios del antecomedor un radiograma dando cuenta de que el gobierno austriaco acababa de enviar un ultimátum á Servia, sin que esto le produjese la menor emoción. Menospreciaba las cuestiones de los Balkanes. Eran querellas de pueblos piojosos, que acaparaban la atención del mundo, distrayéndolo de empresas más serias. ¿Cómo podía interesar este suceso al belicoso consejero? Las dos naciones acabarían por entenderse. La diplomacia sirve algunas veces para algo.

–No—insistió ferozmente el alemán—; es la guerra, la bendita guerra. Rusia sostendrá á Servia, y nosotros apoyaremos á nuestra aliada… ¿Qué hará Francia? ¿Usted sabe lo que hará Francia?…

Julio levantó los hombros con mal humor, como pidiendo que le dejase en paz.

–Es la guerra—continuó el consejero—, la guerra preventiva que necesitamos. Rusia crece demasiado aprisa y se prepara contra nosotros. Cuatro años más de paz, y habrá terminado sus ferrocarriles estratégicos y su fuerza militar, unida á la de sus aliados, valdrá tanto como la nuestra. Mejor es darle ahora un buen golpe. Hay que aprovechar la ocasión… ¡La guerra! ¡La guerra preventiva!

Todo su clan le escuchaba en silencio. Algunos no parecían sentir el contagio de su entusiasmo. ¡La guerra!… Con la imaginación veían los negocios paralizados, los corresponsales en quiebra, los Bancos cortando los créditos… una catástrofe más pavorosa para ellos que las matanzas de las batallas. Pero aprobaban con gruñidos y movimientos de cabeza las feroces declamaciones de Erckmann. Era un Herr Rath, y además un oficial. Debía estar en el secreto de los destinos de su patria, y esto bastaba para que bebiesen en silencio por el éxito de la guerra.

El joven creyó que el consejero y sus admiradores estaban borrachos. «Fíjese, capitán—dijo con tono conciliador—, eso que usted dice tal vez carece de lógica.» ¿Cómo podía convenir una guerra á la industriosa Alemania? Por momentos iba ensanchando su acción: cada mes conquistaba un mercado nuevo; todos los años su balance comercial aparecía aumentado en proporciones inauditas. Sesenta años antes tenía que tripular sus escasos buques con los cocheros de Berlín castigados por la policía. Ahora sus flotas comerciales y de guerra surcaban todos los océanos, y no había puerto donde la mercancía germánica no ocupase la parte más considerable de los muelles. Sólo necesitaba seguir viviendo de este modo, mantenerse alejada de las aventuras guerreras. Veinte años más de paz, y los alemanes serían los dueños de los mercados del mundo, venciendo á Inglaterra, su maestra de ayer, en esta lucha sin sangre. ¿Y todo esto iban á exponerlo—como el que juega su fortuna entera á una carta—en una lucha que podía serles desfavorable?…

–No; la guerra—insistió rabiosamente el consejero—, la guerra preventiva. Vivimos rodeados de enemigos, y esto no puede continuar. Es mejor que terminemos de una vez. ¡O ellos ó nosotros! Alemania se siente con fuerzas para desafiar al mundo. Debemos poner fin á la amenaza rusa. Y si Francia no se mantiene quietecita, ¡peor para ella!… Y si alguien más… ¡alguien! se atreve á intervenir en contra nuestra, ¡peor para él! Cuando yo monto en mis talleres una máquina nueva, es para hacerla producir y que no descanse. Nosotros poseemos el primer ejército del mundo, y hay que ponerlo en movimiento para que no se oxide.

Luego añadió con pesada ironía:

–Han establecido un círculo de hierro en torno de nosotros para ahogarnos. Pero Alemania tiene los pechos robustos, y le basta hincharlos para romper el corsé. Hay que despertar, antes de que nos veamos maniatados mientras dormimos. ¡Ay del que encontremos enfrente de nosotros!…

Desnoyers sintió la necesidad de contestar á estas arrogancias. El no había visto nunca el círculo de hierro de que se quejaban los alemanes. Lo único que hacían las naciones era no seguir viviendo confiadas é inactivas ante la desmesurada ambición germánica. Se preparaban simplemente para defenderse de una agresión casi segura. Querían sostener su dignidad, atropellada continuamente por las más inauditas pretensiones.

–¿No serán los otros pueblos—preguntó—los que se ven obligados á defenderse, y ustedes los que representan un peligro para el mundo?…

Una mano invisible buscó la suya por debajo de la mesa, como algunas noches antes, para recomendarle prudencia. Pero ahora apretaba fuerte, con la autoridad que confiere el derecho adquirido.

–¡Oh, señor!—suspiró la dulce Berta—. ¡Decir esas cosas un joven tan distinguido y que tiene…!

No pudo continuar, pues su esposo le cortó la palabra. Ya no estaban en los mares de América, y el consejero se expresó con la rudeza de un dueño de casa.

–Tuve el honor de manifestarle, joven—dijo, imitando la cortante frialdad de los diplomáticos—, que usted no es mas que un sudamericano, é ignora las cosas de Europa.

No le llamó «indio», pero Julio oyó interiormente la palabra lo mismo que si el alemán la hubiese proferido. ¡Ay, si la garra oculta y suave no le tuviese sujeto con sus crispaciones de emoción!… Pero este contacto mantuvo su calma y hasta le hizo sonreir. «¡Gracias, capitán!—dijo mentalmente—. Es lo menos que puedes hacer para cobrarte.»

Y aquí terminaron sus relaciones con el consejero y su grupo. Los comerciantes, al verse cada vez más próximos á su patria, se iban despojando del servil deseo de agradar que les acompañaba en sus viajes al Nuevo Mundo. Tenían, además, graves cosas de que ocuparse. El servicio telegráfico funcionaba sin descanso. El comandante del buque conferenciaba en su camarote con el consejero, por ser el compatriota de mayor importancia. Sus amigos buscaban los lugares más ocultos para hablar entre ellos. Hasta Berta comenzó á huir de Desnoyers. Le sonreía aún de lejos, pero su sonrisa iba dirigida más á los recuerdos que á la realidad presente.

Entre Lisboa y las costas de Inglaterra, habló Julio por última vez con el marido. Todas las mañanas aparecían en la tablilla del antecomedor noticias alarmantes transmitidas por los aparatos radiográficos. El Imperio se estaba armando contra sus enemigos. Dios los castigaría, haciendo caer sobre ellos toda clase de desgracias. Desnoyers quedó estupefacto de asombro ante la última noticia. «Trescientos mil revolucionarios sitian á París en este momento. Los barrios exteriores empiezan á arder. Se reproducen los horrores de la Commune.»

–¡Pero estos alemanes se han vuelto locos!—gritó el joven ante el radiograma, rodeado de un grupo de curiosos tan asombrados como él—. Vamos á perder el poco sentido que nos queda… ¿Qué revolucionarios son esos? ¿Qué revolución puede estallar en París si los hombres del gobierno no son reaccionarios?

Una voz se elevó detrás de él, ruda, autoritaria, como si pretendiese cortar las dudas del auditorio. Era el Herr consejero el que hablaba.

–Joven, esas noticias las envían las primeras agencias de Alemania… Y Alemania no miente nunca.

Después de esta afirmación le volvió la espalda, y ya no se vieron más.

En la madrugada siguiente—último día del viaje—, el camarero de Desnoyers lo despertó con apresuramiento. «Herr, suba á cubierta: lindo espectáculo.» El mar estaba velado por la niebla, pero entre los brumosos telones se marcaban unas siluetas semejantes á islas con robustas torres y agudos minaretes. Las islas avanzaban sobre el agua aceitosa lenta y majestuosamente, con pesadez sombría. Julio contó hasta diez y ocho. Parecían llenar el Océano. Era la escuadra de la Mancha, que acababa de salir de las costas de Inglaterra por orden del gobierno, navegando sin otro fin que el de hacer constar su fuerza. Por primera vez, viendo entre la bruma este desfile de dreadnoughts, que evocaban la imagen de un rebaño de monstruos marinos de la prehistoria, se dió cuenta exacta Desnoyers del poderío británico. El buque alemán pasó entre ellos empequeñecido, humillado, acelerando su marcha. «Cualquiera diría—pensó el joven—que tiene la conciencia inquieta y desea ponerse en salvo.» Cerca de él, un pasajero sudamericano bromeaba con un alemán. «¡Si la guerra se hubiese declarado ya entre ellos y ustedes!… ¡Si nos hiciesen prisioneros!»

Después de mediodía entraron en la rada de Sóuthampton. El Friedrich August mostró prisa en salir cuanto antes. Las operaciones se hicieron con vertiginosa rapidez. La carga fué enorme: carga de personas y de equipajes. Dos vapores llenos abordaron al trasatlántico. Una avalancha de alemanes residentes en Inglaterra invadió las cubiertas con la alegría del que pisa suelo amigo, deseando verse cuanto antes en Hamburgo. Luego, el buque avanzó por el canal con una rapidez desusada en estos parajes.

La gente, asomada á las bordas, comentaba los extraordinarios encuentros en este bulevar marítimo, frecuentado ordinariamente por buques de paz. Unos humos en el horizonte eran los de la escuadra francesa llevando al presidente Poincaré, que volvía de Rusia. La alarma europea había interrumpido su viaje. Luego vieron más navíos ingleses que rondaban ante sus costas como perros agresivos y vigilantes. Dos acorazados de la América del Norte se dieron á conocer por sus mástiles en forma de cestos. Después pasó á todo vapor, con rumbo al Báltico, un navío ruso, blanco y lustroso desde las cofas á la línea de flotación. «¡Mal!—clamaban los viajeros procedentes de América—. ¡Muy mal! Parece que esta vez va la cosa en serio.» Y miraban con inquietud las costas cercanas á un lado y á otro. Ofrecían el aspecto de siempre, pero detrás de ellas se estaba preparando tal vez un nuevo período de Historia.

El trasatlántico debía llegar á Boulogne á media noche, aguardando hasta el amanecer para que desembarcasen cómodamente los viajeros. Sin embargo, llegó á las diez, echó el ancla lejos del puerto y el comandante dió órdenes para que el desembarco se hiciese en menos de una hora. Para esto había acelerado la marcha, derrochando carbón. Necesitaba alejarse cuanto antes, en busca del refugio de Hamburgo. Por algo funcionaban los aparatos radiográficos.

A la luz de los focos azules, que esparcían sobre el mar una claridad lívida, empezó el transbordo de pasajeros y equipajes con destino á París desde el trasatlántico á los remolcadores. «¡Aprisa! ¡aprisa!» Los marineros empujaban á las señoras de paso tardo, que recontaban sus maletas creyendo haber perdido alguna. Los camareros cargaban con los niños como si fuesen paquetes. La precipitación general hacía desaparecer la exagerada y untuosa amabilidad germánica. «Son como lacayos—pensó Desnoyers—. Creen próxima la hora del triunfo y no consideran necesario fingir…»

Se vió en un remolcador que danzaba sobre las ondulaciones del mar, frente al muro negro é inmóvil del trasatlántico, acribillado de redondeles luminosos y con los balconajes de las cubiertas repletos de gente que saludaba agitando pañuelos. Julio reconoció á Berta, que movía una mano, pero sin verle, sin saber en qué remolcador estaba, por una necesidad de manifestar su agradecimiento á los dulces recuerdos que se iban á perder en el misterio del mar y de la noche. «¡Adiós, consejera!»

Empezó á agrandarse la distancia entre el trasatlántico que partía y los remolcadores que navegaban hacia la boca del puerto. Como si hubiese aguardado este momento de impunidad, una voz estentórea surgió de la última cubierta con acompañamiento de ruidosas carcajadas. «¡Hasta luego! ¡Pronto nos veremos en París!» Y la banda de música, la misma banda que trece días antes había asombrado á Desnoyers con su inesperada Marsellesa, rompió á tocar una marcha guerrera del tiempo de Federico el Grande, una marcha de granaderos con acompañamiento de trompetas.

Así se perdió en la sombra, con la precipitación de la fuga y la insolencia de una venganza próxima, el último trasatlántico alemán que tocó en las costas francesas.

Esto había sido en la noche anterior. Aún no iban transcurridas veinticuatro horas, pero Desnoyers lo consideraba como un suceso lejano de vagorosa realidad. Su pensamiento, dispuesto siempre á la contradicción, no participaba de la alarma general. Las arrogancias del consejero le parecían ahora baladronadas de un burgués metido á soldado. Las inquietudes de la gente de París eran estremecimientos nerviosos de un pueblo que vive plácidamente y se alarma apenas vislumbra un peligro para su bienestar. ¡Tantas veces habían hablado de una guerra inmediata, solucionándose el conflicto en el último instante!… Además, él no quería que hubiese guerra, porque la guerra trastornaba sus planes de vida futura, y el hombre acepta como lógico y razonable todo lo que conviene á su egoísmo, colocándolo por encima de la realidad.

–No; no habrá guerra—repitió mientras paseaba por el jardín—. Estas gentes parecen locas. ¿Cómo puede surgir una guerra en estos tiempos?…

Y después de aplastar sus dudas, que renacerían indudablemente al poco rato, pensó en la realidad del momento, consultando su reloj. Las cinco. Ella iba á llegar de un instante á otro. Creyó reconocerla de lejos en una señora que atravesaba la verja por la entrada de la rue Pasquier. Le parecía algo distinta, pero se le ocurrió que las modas veraniegas podían haber cambiado el aspecto de su persona. Antes de que se aproximase pudo convencerse de su error. No iba sola: otra señora se unió á ella. Eran tal vez inglesas ó norteamericanas, de las que rinden un culto romántico á la memoria de María Antonieta. Deseaban visitar la Capilla Expiatoria, antigua tumba de la reina ejecutada. Julio las vió cómo subían los peldaños atravesando el patio interior, en cuyo suelo están enterrados ochocientos suizos muertos en la jornada del 10 de Agosto, con otras víctimas de la cólera revolucionaria.

Desalentado por esta decepción, siguió paseando. Su mal humor le hizo ver considerablemente agrandada la fealdad del monumento con que la restauración borbónica había adornado el antiguo cementerio de la Magdalena. Pasaba el tiempo sin que ella llegase. En cada una de sus vueltas miraba ávidamente hacia las entradas del jardín. Y ocurrió lo que en todas sus entrevistas. Ella se presentó de repente, como si cayese de lo alto ó surgiera del suelo lo mismo que una aparición. Una tos, un leve ruido de pasos, y al volverse, Julio casi chocó con la que llegaba.

–¡Margarita! ¡Oh, Margarita!…

Era ella, y sin embargo tardó en reconocerla. Experimentaba cierta extrañeza al ver en plena realidad este rostro que había ocupado su imaginación durante tres meses, haciéndose cada vez más espiritual é impreciso con el idealismo de la ausencia. Pero la duda fué de breves instantes. A continuación le pareció que el tiempo y el espacio quedaban suprimidos, que él no había hecho ningún viaje y sólo iban transcurridas unas horas desde su última entrevista.

Adivinó Margarita la expansión que iba á seguir á las exclamaciones de Julio, el apretón vehemente de manos, tal vez algo más, y se mostró fría y serena.

–No; aquí no—dijo con un mohín de contrariedad—. ¡Qué idea habernos citado en este sitio!

Fueron á sentarse en las sillas de hierro, al amparo de un grupo de plantas, pero ella se levantó inmediatamente. Podían verla los que transitaban por el bulevar con sólo que volviesen los ojos hacia el jardín. A estas horas, muchas amigas suyas debían andar por las inmediaciones, á causa de la proximidad de los grandes almacenes… Buscaron el refugio de una esquina del monumento, metiéndose entre éste y la rue des Mathurins. Desnoyers colocó dos sillas junto á un macizo de vegetación, y al sentarse quedaron invisibles para los que transitaban por el otro lado de la verja. Pero ninguna soledad. A pocos pasos de ellos un señor grueso y miope leía su periódico, un grupo de mujeres charlaba y hacía labores. Una señora con peluca roja y dos perros—alguna vecina que bajaba al jardín para dar aire á sus acompañantes—pasó varias veces ante la amorosa pareja sonriendo discretamente.

–¡Qué fastidio!—gimió Margarita—. ¡Qué mala idea haber venido á este lugar!

Se miraban los dos atentamente, como si quisieran darse exacta cuenta de las transformaciones operadas por el tiempo.

–Estás más moreno—dijo ella—. Pareces un hombre de mar.

Julio la encontraba más hermosa que antes, reconociendo que bien valía su posesión las contrariedades que habían originado su viaje á América. Era más alta que él, de una esbeltez elegante y armoniosa. «Tiene el paso musical», decía Desnoyers al evocar su imagen. Y lo primero que admiró al volverla á ver fué el ritmo suelto, juguetón y gracioso con que marchaba por el jardín buscando nuevo asiento. Su rostro no era de trazos regulares, pero tenía una gracia picante: un verdadero rostro de parisiense. Todo cuanto han podido inventar las artes del embellecimiento femenil se reunía en su persona, sometida á los más exquisitos cuidados. Había vivido siempre para ella. Sólo desde algunos meses antes abdicó en parte este dulce egoísmo, sacrificando reuniones, tés y visitas, para dedicar á Desnoyers las horas de la tarde. Elegante y pintada como una muñeca de gran precio, teniendo por suprema aspiración el ser un maniquí que realzase con su gracia corporal las invenciones de los modistos, había acabado por sentir las mismas preocupaciones y alegrías de las otras mujeres, creándose una vida interior. El núcleo de esta nueva vida, que permanecía oculta bajo su antigua frivolidad, fué Desnoyers. Luego, cuando se imaginaba haber organizado su existencia definitivamente—las satisfacciones de la elegancia para el mundo y las dichas del amor en íntimo secreto—, una catástrofe fulminante, la intervención del marido, cuya presencia parecía haber olvidado, trastornó su inconsciente felicidad. Ella, que se creía el centro del universo, imaginando que los sucesos debían rodar con arreglo á sus deseos y gustos, sufrió la cruel sorpresa con más asombro que dolor.

–Y tú, ¿cómo me encuentras?—siguió diciendo Margarita.

Para que Julio no se equivocase al contestarle, miró su amplia falda, añadiendo:

–Te advierto que ha cambiado la moda. Terminó la falda entravé. Ahora empieza á llevarse corta y con mucho vuelo.

Desnoyers tuvo que ocuparse del vestido con tanto apasionamiento como de ella, mezclando las apreciaciones sobre la reciente moda y los elogios á la belleza de Margarita.

–¿Has pensado mucho en mí?—continuó—. ¿No me has engañado una sola vez? ¿Ni una siquiera?… Di la verdad: mira que yo conozco bien cuando mientes.

–Siempre he pensado en ti—dijo él llevándose una mano al corazón como si jurase ante un juez.

Y lo dijo rotundamente, con un acento de verdad, pues en sus infidelidades—que ahora estaban completamente olvidadas—le había acompañado el recuerdo de Margarita.

–¡Pero hablemos de ti!—añadió Julio—. ¿Qué es lo que has hecho en este tiempo?

Había aproximado su silla á la de ella todo lo posible. Sus rodillas estaban en contacto. Tomaba una de sus manos, acariciándola, introduciendo un dedo por la abertura del guante. ¡Aquel maldito jardín, que no permitía mayores intimidades y les obligaba á hablar en voz baja después de tres meses de ausencia!… A pesar de su discreción, el señor que leía el periódico levantó la cabeza para mirarles irritado por encima de sus gafas, como si una mosca le distrajera con sus zumbidos… ¡Venir á hablar tonterías de amor en un jardín público, cuando toda Europa estaba amenazada de una catástrofe!

Margarita, repeliendo la mano audaz, habló tranquilamente de su existencia durante los últimos meses.

–He entretenido mi vida como he podido, aburriéndome mucho. Ya sabes que me fuí á vivir con mamá, y mamá es una señora á la antigua, que no comprende nuestros gustos. He ido al teatro con mi hermano; he hecho visitas al abogado para enterarme de la marcha de mi divorcio y darle prisa… Y nada más.

–¿Y tu marido?…

–No hablemos de él, ¿quieres? El pobre me da lástima. Tan bueno… tan correcto. El abogado asegura que pasa por todo y no quiere oponer obstáculos. Me dicen que no viene á París, que vive en su fábrica. Nuestra antigua casa está cerrada. Hay veces que siento remordimiento al pensar que he sido mala con él.

–¿Y yo?—dijo Julio retirando su mano.

–Tienes razón—contestó ella sonriendo—. Tú eres la vida. Resulta cruel, pero es humano. Debemos vivir nuestra existencia, sin fijarnos en si molestamos á los demás. Hay que ser egoístas para ser felices.

Los dos quedaron en silencio. El recuerdo del marido había pasado entre ellos como un soplo glacial. Julio fué el primero en reanimarse.

–¿Y no has bailado en todo este tiempo?

–No; ¿cómo era posible? Fíjate, ¡una señora que está en gestiones de divorcio!… No he ido á ninguna reunión chic desde que te marchaste. He querido guardar cierto luto por tu ausencia. Un día tangueamos en una fiesta de familia. ¡Qué horror!… Faltabas tú, maestro.

Habían vuelto á estrecharse las manos y sonreían. Desfilaban ante sus ojos los recuerdos de algunos meses antes, cuando se había iniciado su amor, de cinco á siete de la tarde, bailando en los hoteles de los Campos Elíseos que realizaban la unión indisoluble del tango con la taza de té.

Ella pareció arrancarse de estos recuerdos á impulsos de una obsesión tenaz que sólo había olvidado en los primeros instantes del encuentro.

–Tú que sabes mucho, di: ¿crees que habrá guerra? ¡La gente habla tanto!… ¿No te parece que todo acabará por arreglarse?

Desnoyers la apoyó con su optimismo. No creía en la posibilidad de una guerra. Era algo absurdo.

–Lo mismo digo yo. Nuestra época no es de salvajes. Yo he conocido alemanes, personas chic y bien educadas, que seguramente piensan igual que nosotros. Un profesor viejo que va á casa explicaba ayer á mamá que las guerras ya no son posibles en estos tiempos de adelanto. A los dos meses, apenas quedarían hombres; á los tres, el mundo se vería sin dinero para continuar la lucha. No recuerdo cómo era esto, pero él lo explicaba palpablemente, de un modo que daba gusto oirle.

Reflexionó en silencio, queriendo coordinar sus recuerdos confusos; pero asustada ante el esfuerzo que esto suponía, añadió por su cuenta:

–Imagínate una guerra. ¡Qué horror! La vida social paralizada. Se acabarían las reuniones, los trajes, los teatros. Hasta es posible que no se inventasen modas. Todas las mujeres de luto. ¿Concibes eso?… Y París desierto… ¡Tan bonito que lo encontraba yo esta tarde cuando venía en tu busca!… No, no puede ser. Figúrate que el mes próximo nos vamos á Vichy: mamá necesita las aguas; luego á Biarritz. Después iré á un castillo del Loire. Y además, hay nuestro asunto, mi divorcio, nuestro casamiento, que puede realizarse el año que viene… ¡Y todo esto vendría á estorbarlo y cortarlo una guerra! No, no es posible. Son cosas de mi hermano y de otros como él, que sueñan con el peligro de Alemania. Estoy segura de que mi marido, que sólo gusta de ocuparse en cosas serias y enojosas, también es de los que creen próxima la guerra y se preparan para hacerla. ¡Qué disparate! Di conmigo que es un disparate. Necesito que tú me lo digas.

Y tranquilizada por las afirmaciones de su amante, cambió el rumbo de la conversación. La posibilidad del nuevo matrimonio mencionado por ella evocó en su memoria el objeto del viaje realizado por Desnoyers. No habían tenido tiempo para escribirse durante la corta separación.

–¿Conseguiste dinero? Con la alegría de verte he olvidado tantas cosas…

El habló adoptando el aire de un hombre experto en negocios. Traía menos de lo que esperaba. Había encontrado al país en una de sus crisis periódicas. Pero aun así, había conseguido reunir cuatrocientos mil francos. En la cartera guardaba un cheque por esta cantidad. Más adelante le harían nuevos envíos. Un señor del campo, algo pariente suyo, cuidaba de sus asuntos. Margarita parecía satisfecha. También adoptó ella un aire de mujer grave, á pesar de su frivolidad.

–El dinero es el dinero—dijo sentenciosamente—, y sin él no hay dicha segura. Con tus cuatrocientos mil y lo que yo tengo podremos ir adelante… Te advierto que mi marido desea entregar mi dote. Así lo ha dicho á mi hermano. Pero el estado de sus negocios, la marcha de su fábrica, no le permiten restituir con tanta prisa como él quisiera hacerlo. El pobre me da lástima… Tan honrado y recto en todas sus cosas. ¡Si no fuese tan vulgar!…

Otra vez pareció arrepentirse Margarita de estos elogios espontáneos y tardíos que enfriaban su entrevista. Julio parecía molesto al escucharlos. Y de nuevo cambió ella el objeto de su charla.

–¿Y tu familia? ¿La has visto?…

Desnoyers había estado en casa de sus padres antes de dirigirse á la Capilla Expiatoria. Una entrada furtiva en el gran edificio de la avenida Víctor Hago. Había subido al primer piso por la escalera de servicio, como un proveedor. Luego se había deslizado en la cocina lo mismo que un soldado amante de una de las criadas. Allí había venido á abrazarle su madre, la pobre doña Luisa, llorando, cubriéndolo de besos frenéticos, como si hubiese creído perderle para siempre. Luego había aparecido Luisita, la llamada Chichí, que le contemplaba siempre con simpática curiosidad, como si quisiera enterarse bien de cómo es un hermano malo y adorable que aparta á las mujeres decentes del camino de la virtud y vive haciendo locuras. A continuación, una gran sorpresa para Desnoyers, pues vió entrar en la cocina, con aires de actriz solemne, de madre noble de tragedia, á su tía Elena, la casada con el alemán, la que vivía en Berlín rodeada de innumerables hijos.

–Está en París hace un mes. Va á pasar una temporada en nuestro castillo. Y también parece que anda por aquí su hijo mayor, mi primo «el sabio», al que no he visto hace años.

La entrevista había sido cortada repetidas veces por el miedo. «El viejo está en casa; ten cuidado», le decía su madre cada vez que levantaba la voz. Y su tía Elena iba hacia la puerta con paso dramático, lo mismo que una heroína resuelta á dar de puñaladas al tirano si pasa el umbral de su cámara. Toda la familia continuaba sometida á la rígida autoridad de don Marcelo Desnoyers.

–¡Ay, ese viejo!—exclamó Julio, refiriéndose á su padre—. Que viva muchos años, pero ¡cómo pesa sobre todos nosotros!

Su madre, que no se cansaba de contemplarle, había tenido que acelerar el final de la entrevista, asustada por ciertos ruidos. «Márchate; podría sorprendernos, y el disgusto sería enorme.» Y él había huído de la casa paterna saludado por las lágrimas de las dos señoras y las miradas admirativas de Chichí, ruborosa y satisfecha á la vez de un hermano que provocaba entre sus amigas escándalo y entusiasmo.

Margarita habló también del señor Desnoyers. Un viejo terrible, un hombre á la antigua, con el que no llegarían nunca á entenderse.

Quedaron en silencio los dos, mirándose fijamente. Ya se habían dicho lo de mayor urgencia, lo que interesaba á su porvenir. Pero otras cosas más inmediatas quedaban en su interior y parecían asomar á los ojos, tímidas y vacilantes, antes de escaparse en forma de palabras. No se atrevían á hablar como enamorados. Cada vez era mayor en torno de ellos el número de testigos. La señora de los perros y la peluca roja pasaba con más frecuencia, acortando sus vueltas por el square para saludarlos con una sonrisa de complicidad. El lector de periódicos contaba ahora con un vecino de banco para hablar de las posibilidades de la guerra. El jardín se convertía en una calle. Las modistillas, al salir de los obradores, y las señoras, de vuelta de los almacenes, lo atravesaban para ganar terreno. La corta avenida era un atajo cada vez más frecuentado, y todos los transeuntes lanzaban al pasar una mirada curiosa sobre la señora elegante y su compañero, sentados al amparo de un grupo de vegetación, con el aspecto encogido y falsamente natural de las personas que desean ocultarse y fingen al mismo tiempo una actitud despreocupada.

–¡Qué fastidio!—gimió Margarita—. Nos van á sorprender.

Una muchacha la miró fijamente, y ella creyó reconocer á una empleada de un modisto célebre. Además, podían atravesar el jardín algunas de las personas amigas que una hora antes había entrevisto en la muchedumbre que llenaba los grandes almacenes próximos.

–Vámonos—continuó—. ¡Si nos viesen juntos! Figúrate lo que hablarían… Y ahora precisamente que la gente nos tiene algo olvidados.

Desnoyers protestó con mal humor. ¿Marcharse?… París era pequeño para ellos por culpa de Margarita, que se negaba á volver al único sitio donde estarían al abrigo de toda sorpresa. En otro paseo, en un restorán, allí donde fuesen, corrían igual riesgo de ser conocidos. Ella sólo aceptaba entrevistas en lugares públicos, y al mismo tiempo sentía miedo á la curiosidad de la gente. ¡Si Margarita quisiera ir á su estudio, de tan dulces recuerdos!…

–– No; á tu casa no—repuso ella con apresuramiento—. No puedo olvidar el último día que estuve allí.

Pero Julio insistió, adivinando en su firme negativa el agrietamiento de una primera vacilación. ¿Dónde estarían mejor? Además, ¿no iban á casarse tan pronto como les fuese posible?…

–Te digo que no—repitió ella—. ¡Quién sabe si mi marido me vigila! ¡Qué complicación para mi divorcio si nos sorprendiesen en tu casa!

Ahora fué él quien hizo el elogio del marido, esforzándose por demostrar que esta vigilancia era incompatible con su carácter. El ingeniero había aceptado los hechos, juzgándolos irreparables, y en aquel momento sólo pensaba en rehacer su vida.

–No; mejor es separarse—continuó ella—. Mañana nos veremos. Tú buscarás otro sitio más discreto. Piensa; tú encontrarás solución á todo.

Pero él deseaba la solución inmediata. Habían abandonado sus asientos, dirigiéndose lentamente hacia la rue des Mathurins. Julio hablaba con una elocuencia temblorosa y persuasiva. Mañana, no: ahora. No tenían mas que llamar á un «auto» de alquiler; unos minutos de carrera, y luego el aislamiento, el misterio, la vuelta al dulce pasado, la intimidad en aquel estudio que había visto sus mejores horas. Creerían que no había transcurrido el tiempo, que estaban aún en sus primeras entrevistas.

–No—dijo ella con acento desfallecido, buscando una última resistencia—. Además, estará allí tu secretario, ese español que te acompaña. ¡Qué vergüenza encontrarme con él!…

Julio rió… ¡Argensola! ¿Podía ser un obstáculo este camarada que conocía todo su pasado? Si lo encontraban en la casa, saldría inmediatamente. Más de una vez lo había obligado á abandonar el estudio para que no estorbase. Su discreción era tal, que le hacía presentir los sucesos. De seguro que había salido, adivinando una visita próxima que no podía ser más lógica. Andaría por las calles en busca de noticias.

Calló Margarita, como si se declarase vencida al ver agotados sus pretextos. Desnoyers calló también, aceptando favorablemente su silencio. Habían salido del jardín, y ella miraba en torno con inquietud, asustada de verse en plena calle al lado de su amante y buscando un refugio. De pronto vió ante ella una portezuela roja de automóvil abierta por la mano de su compañero.

–Sube—ordenó Julio.

Y ella subió apresuradamente, con el ansia de ocultarse cuanto antes. El vehículo se puso en marcha á gran velocidad. Margarita bajó inmediatamente la cortinilla de la ventana próxima á su asiento. Pero antes de que terminase la operación y pudiera volver la cabeza, sintió una boca ávida que acariciaba su nuca.

–No; aquí no—dijo con tono suplicante—. Seamos serios.

Y mientras él, rebelde á estas exhortaciones, insistía en sus apasionados avances, la voz de Margarita volvió á sonar sobre el estrépito de ferretería vieja que lanzaba el automóvil saltando sobre el pavimento.

–¿Crees realmente que no habrá guerra? ¿Crees que podremos casarnos?… Dímelo otra vez. Necesito que me tranquilices… Quiero oirlo de tu boca.

II

El centauro Madariaga

En 1870, Marcelo Desnoyers tenía diez y nueve años. Había nacido en los alrededores de París. Era hijo único, y su padre, dedicado á pequeñas especulaciones de construcción, mantenía á la familia, en un modesto bienestar. El albañil quiso hacer de su hijo un arquitecto, y Marcelo empezaba los estudios preparatorios, cuando murió el padre repentinamente, dejando sus negocios embrollados. En pocos meses, él y su madre descendieron la pendiente de la ruina, viéndose obligados á renunciar sus comodidades burguesas para vivir como los obreros.

Cuando á los catorce años tuvo que escoger un oficio, se hizo tallista. Este oficio era un arte y estaba en relación con las aficiones despertadas en Marcelo por sus estudios forzosamente abandonados. La madre se retiró al campo buscando el amparo de unos parientes. El avanzó con rapidez en el taller, ayudando á su maestro en todos los trabajos importantes que realizaba en provincias. Las primeras noticias de la guerra con Prusia le sorprendieron en Marsella trabajando en el decorado de un teatro.

Marcelo era enemigo del Imperio, como todos los jóvenes de su generación. Además estaba influenciado por los obreros viejos, que habían intervenido en la República del 48 y guardaban vivo el recuerdo del golpe de Estado del 2 de Diciembre. Un día vió en las calles de Marsella una manifestación popular en favor de la paz, que equivalía á una protesta contra el gobierno. Los viejos republicanos en lucha implacable con el emperador, los compañeros de la Internacional que acababa de organizarse, y gran número de españoles é italianos huídos de sus países por recientes insurrecciones, componían el cortejo. Un estudiante melenudo y tísico llevaba la bandera, «Es la paz lo que deseamos; una paz que una á todos los hombres», cantaban los manifestantes. Pero en la tierra, los más nobles propósitos rara vez son oídos, pues el destino se divierte en torcerlos y desviarlos. Apenas entraron en la Cannebière los amigos de la paz con su himno y su estandarte, fué la guerra lo que les salió al paso, teniendo que apelar al puño y al garrote. El día antes habían desembarcado unos batallones de zuavos de Argelia que iban á reforzar el ejército de la frontera, y estos veteranos, acostumbrados á la existencia colonial, poco escrupulosa en materia de atropellos, creyeron oportuno intervenir en la manifestación, unos con las bayonetas, otros con los cinturones desceñidos. «¡Viva la guerra!» Y una lluvia de zurriagazos y golpes cayó sobre los cantores. Marcelo pudo ver cómo el cándido estudiante que hacía llamamientos á la paz con una gravedad sacerdotal rodaba envuelto en su estandarte bajo el regocijado pateo de los zuavos. Y no se enteró de más, pues le alcanzaron varios correazos, una cuchillada leve en un hombro, y tuvo que correr lo mismo que los otros.

Aquel día se reveló por primera vez su carácter tenaz, soberbio, irritable ante la contradicción, hasta el punto de adoptar las más extremas resoluciones. El recuerdo de los golpes recibidos le enfureció como algo que pedía venganza. «¡Abajo la guerra!» Ya que no le era posible protestar de otro modo, abandonaría su país. La lucha iba á ser larga, desastrosa, según los enemigos del Imperio. El entraba en quinta dentro de unos meses. Podía el emperador arreglar sus asuntos como mejor le pareciese. Desnoyers renunciaba al honor de servirle. Vaciló un poco al acordarse de su madre. Pero sus parientes del campo no la abandonarían y él tenía el propósito de trabajar mucho para enviarle dinero. ¡Quién sabe si le esperaba la riqueza al otro lado del mar!… ¡Adiós, Francia!

Gracias á sus ahorros, un corredor del puerto le ofreció el embarque sin papeles en tres buques. Uno iba á Egipto, otro á Australia, otro á Montevideo y Buenos Aires; ¿cuál le parecía mejor?… Desnoyers, recordando sus lecturas, quiso consultar el viento y seguir el rumbo que le marcase, como lo había visto hacer á varios héroes de novelas. Pero aquel día el viento soplaba de la parte del mar, internándose en Francia. También quiso echar una moneda en alto para que indicase su destino. Al fin se decidió por el buque que saliese antes. Sólo cuando estuvo con su magro equipaje sobre la cubierta de un vapor próximo á zarpar tuvo interés en conocer su rumbo: «Para el río de la Plata…» Y acogió estas palabras con un gesto de fatalista. «¡Vaya por la América del Sur!» No le desagradaba el país. Lo conocía por ciertas publicaciones de viajes, cuyas láminas representaban tropeles de caballos en libertad, indios desnudos y emplumados, gauchos hirsutos volteando sobre sus cabezas lazos serpenteantes y correas con bolas.

El millonario Desnoyers se acordaba siempre de su viaje á América: cuarenta y tres días de navegación en un vapor pequeño y desvencijado, que sonaba á hierro viejo, gemía por todas sus junturas al menor golpe de mar, y se detuvo cuatro veces por fatiga de la máquina, quedando á merced de olas y corrientes. En Montevideo pudo enterarse de los reveses sufridos por su patria y de que el Imperio ya no existía. Sintió vergüenza al saber que la nación se gobernaba por sí misma, defendiéndose tenazmente detrás de las murallas de París. ¡Y él había huído!… Meses después, los sucesos de la Commune le consolaron de su fuga. De quedarse allá, la cólera por los fracasos nacionales, sus relaciones de compañerismo, el ambiente en que vivía, todo le hubiese arrastrado á la revuelta. A aquellas horas estaría fusilado ó viviría en un presidio colonial, como tantos de sus antiguos camaradas. Alabó su resolución y dejó de pensar en los asuntos de su patria. La necesidad de ganarse la subsistencia en un país extranjero, cuya lengua empezaba á conocer, hizo que sólo se ocupase de su persona. La vida agitada y aventurera de los pueblos nuevos le arrastró á través de los más diversos oficios y las más disparatadas improvisaciones. Se sintió fuerte, con una audacia y un aplomo que nunca había tenido en el viejo mundo. «Yo sirvo para todo—decía—, si me dan tiempo para ejercitarme.» Hasta fué soldado—él, que había huído de su patria por no tomar un fusil—, y recibió una herida en uno de los muchos combates entre «blancos» y «colorados» de la Ribera Oriental.

En Buenos Aires volvió á trabajar de tallista. La ciudad empezaba á transformarse, rompiendo su envoltura de gran aldea. Desnoyers pasó varios años ornando salones y fachadas. Fué una existencia laboriosa, sedentaria, y remuneradora. Pero un día se cansó de este ahorro lento que sólo podía proporcionarle á la larga una fortuna mediocre. El había ido al nuevo mundo para hacerse rico como tantos otros. Y á los veintisiete años se lanzó de nuevo en plena aventura, huyendo de las ciudades, queriendo arrancar el dinero de las entrañas de una Naturaleza virgen. Intentó cultivos en las selvas del Norte, pero la langosta los arrasó en unas horas. Fue comerciante de ganado, arreando con solo dos peones tropas de novillos y mulas, que hacía pasar á Chile ó Bolivia por las soledades nevadas de los Andes. Perdió en esta vida la exacta noción del tiempo y el espacio, emprendiendo travesías que duraban meses por llanuras interminables. Tan pronto se consideraba próximo á la fortuna, como lo perdía todo de golpe por una especulación desgraciada. Y en uno de estos momentos de ruina y desaliento, teniendo ya treinta años, fué cuando se puso al servicio del rico estanciero Julio Madariaga.

Conocía á este millonario rústico por sus compras de reses. Era un español que había llegado muy joven al país, plegándose con gusto á sus costumbres y viviendo como un gaucho, después de adquirir enormes propiedades. Generalmente, lo apodaban el gallego Madariaga, á causa de su nacionalidad, aunque había nacido en Castilla. Las gentes del campo trasladaban al apellido el título de respeto que precede al nombre, llamándole don Madariaga.

–Compañero—dijo á Desnoyers un día que estaba de buen humor, lo que en él era raro—, pasa usted muchos apuros. La falta de plata se huele de lejos. ¿Por qué sigue en esa perra vida?… Créame, gabacho, y quédese aquí. Yo voy haciéndome viejo y necesito un hombre.

Al concertarse el francés con Madariaga, los propietarios de las inmediaciones, que vivían á quince ó veinte leguas de la estancia, detenían al nuevo empleado en los caminos para augurarle toda clase de infortunios.

–No durará usted mucho. A don Madariaga no hay quien lo resista. Hemos perdido la cuenta de sus administradores. Es un hombre que hay que matarlo ó abandonarlo. Pronto se marchará usted.

Desnoyers no tardó en convencerse de que había algo de cierto en tales murmuraciones. Madariaga era de un carácter insufrible; pero tocado de cierta simpatía por el francés, procuraba no molestarlo con su irritabilidad.

–Es una perla ese gabacho—decía, como excusando sus muestras de consideración—. Yo lo quiero porque es muy serio.... Así me gustan á mí los hombres.

No sabía con certeza el mismo Desnoyers en qué podía consistir esta seriedad tan admirada por su patrón, pero experimentó un secreto orgullo al verle agresivo con todos, hasta con su familia, mientras tomaba al hablar con él un tono de rudeza paternal.

La familia la constituían su esposa Misiá Petrona, á la que él llamaba la china, y dos hijas, ya mujeres, que habían pasado por un colegio de Buenos Aires, pero al volver á la estancia recobraron en parte la rusticidad originaria. La fortuna de Madariaga era enorme. Había vivido en el campo desde su llegada á América, cuando la gente blanca no se atrevía á establecerse fuera de las poblaciones por miedo á los indios bravos. Su primer dinero lo ganó como heroico comerciante, llevando mercancías en una carreta de fortín en fortín. Mató indios, fué herido dos veces por ellos, vivió cautivo una temporada y acabó por hacerse amigo de un cacique. Con sus ganancias compró tierra, mucha tierra, poco deseada por lo insegura, dedicándose á la cría de novillos, que había de defender carabina en mano de los piratas de las praderas. Luego se casó con su china, joven mestiza que iba descalza, pero tenía varios campos de sus padres. Estos habían vivido en una pobreza casi salvaje sobre tierras de su propiedad que exigían varias jornadas de trote para ser recorridas. Después, cuando el gobierno fué empujando los indios hacia las fronteras y puso en venta los territorios sin dueño—apreciando como una abnegación patriótica que alguien quisiera adquirirlos—, Madariaga compró y compró á precios insignificantes y con larguísimos plazos. Adquirir tierra y poblarla de animales fué la misión de su vida. A veces, galopando en compañía de Desnoyers por sus campos interminables, no podía reprimir un sentimiento de orgullo:

–Diga, gabacho. Según cuentan, más arriba de su país parece que hay naciones poco más ó menos del tamaño de mis estancias. ¿No es así?…

El francés aprobaba… Las tierras de Madariaga eran superiores á muchos principados. Esto ponía de buen humor al estanciero.

–Entonces no sería un disparate que un día me proclamase yo rey. Figúrese, gabacho. ¡Don Madariaga primero!… Lo malo es que también sería el último, porque la china no quiere darme un hijo… Es una vaca floja.

La fama de sus vastos territorios y sus riquezas pecuarias llegaba hasta Buenos Aires. Todos conocían á Madariaga de nombre, aunque muy pocos lo habían visto. Cuando iba á la capital, pasaba inadvertido por su aspecto rústico, con las mismas polainas que usaba en el campo, el poncho arrollado como una bufanda y asomando sobre éste las puntas agresivas de una corbata, adorno de tormento impuesto por las hijas, que en vano arreglaban con manos amorosas para que guardase cierta regularidad.

Un día había entrado en el despacho del negociante más rico de la capital.

–Señor, sé que necesita usted novillos para Europa, y vengo á venderle una puntita.

El negociante miró con altivez al gaucho pobre. Podía entenderse con uno de sus empleados; él no perdía el tiempo en asuntos pequeños. Pero ante la sonrisa maliciosa del rústico, sintió curiosidad.

–¿Y cuántos novillos puede usted vender, buen hombre?

–Unos treinta mil, señor.

No necesitó oir más el personaje. Se levantó de su mesa y le ofreció obsequiosamente un sillón.

–Usted no puede ser otro que el señor Madariaga.

–Para servir á Dios y á usted.

Aquel instante fué el más glorioso de su existencia.

En el antedespacho de los gerentes de Banco, los ordenanzas le ofrecían asiento misericordiosamente, dudando de que el personaje que estaba al otro lado de la puerta se dignase recibirlo. Pero apenas sonaba adentro su nombre, el mismo gerente corría á abrir. Y el pobre empleado quedaba estupefacto al escuchar cómo el gaucho decía, á guisa de saludo: «Vengo á que me den trescientos mil pesos. Tengo pasto abundante, y quisiera comprar una puntita de hacienda para engordarla.»

Su carácter desigual y contradictorio gravitaba sobre los pobladores de sus tierras con una tiranía cruel y bonachona. No pasaba vagabundo por la estancia que no fuese acogido por él rudamente desde sus primeras palabras.

–Déjese de historias, amigo—gritaba, como si fuese á pegarle—. Bajo el sombraje hay una res desollada. Corte y coma lo que quiera, y remédiese con esto para seguir su viaje… ¡Pero nada de cuentos!

Y le volvía la espalda luego de entregarle unos pesos.

Un día se mostraba enfurecido porque un peón clavaba con demasiada lentitud los postes de una cerca de alambre. ¡Todos le robaban! Al día siguiente hablaba con sonrisa bonachona de una importante cantidad que debería pagar por haber garantizado con su firma á un «conocido», en completa insolvencia: «¡Pobre! ¡Peor es su suerte que la mía!»

Al encontrar en un camino la osamenta de una oveja recién descarnada, parecía enloquecer de rabia. No era por la carne. «El hambre no tiene ley, y la carne la ha hecho Dios para que la coman los hombres.» ¡Pero al menos que dejasen la piel!… Y comentaba tanta maldad repitiendo siempre: «Falta de religión y buenas costumbres.» Otras veces, los merodeadores se llevaban la carne de tres vacas, abandonando las pieles bien á la vista; y el estanciero decía sonriendo: «Así me gusta á mí la gente: honrada y que no haga mal.»

Su vigor de incansable centauro le había servido poderosamente en la empresa de poblar sus tierras. Era caprichoso, despótico y de grandes facilidades para la paternidad, como sus compatriotas que siglos antes, al dominar el nuevo mundo, clarificaron la sangre indígena. Tenía los mismos gustos de los conquistadores castellanos por la belleza cobriza, de ojos oblicuos y cabello cerdoso. Cuando Desnoyers le veía apartarse con cualquier pretexto y poner su caballo al galope hacia un rancho cercano, se decía sonriendo: «Va en busca de un nuevo peón que trabajará sus tierras dentro de quince años.»

El personal de la estancia comentaba el parecido fisonómico de ciertos jóvenes que trabajaban lo mismo que los demás, galopando desde el alba para ejecutar las diversas operaciones del pastoreo. Su origen era objeto de irrespetuosos comentarios. El capataz Celedonio, mestizo de treinta años, generalmente detestado por su carácter duro y avariento, también ofrecía una lejana semejanza con el patrón.

Casi todos los años se presentaba con aire de misterio alguna mujer que venía de muy lejos, china sucia y mal encarada, de relieves colgantes, llevando de la mano á un mesticillo de ojos de brasa. Pedía hablar á solas con el dueño; y al verse frente á él, le recordaba un viaje realizado diez ó doce años antes para comprar una punta de reses.

–¿Se acuerda, patrón, que pasó la noche en mi rancho porque el río iba crecido?

El patrón no se acordaba de nada. Únicamente un vago instinto parecía indicarle que la mujer decía verdad. «Bueno, ¿y qué?»

–Patrón, aquí lo tiene… Más vale que se haga hombre á su lado que en otra parte.

Y le presentaba el pequeño mestizo. ¡Uno más y ofrecido con esta sencillez!… «Falta de religión y buenas costumbres.» Con repentina modestia, dudaba de la veracidad de la mujer. ¿Por qué había de ser precisamente suyo?… La vacilación no era, sin embargo, muy larga.

–Por si es, ponlo con los otros.

La madre se marchaba tranquila, viendo asegurado el porvenir del pequeño; porque aquel hombre pródigo en violencias también lo era en generosidades. Al final no le faltaría á su hijo un pedazo de tierra y un buen hato de ovejas.

Estas adopciones provocaron al principio una rebeldía de Misiá Petrona, la única que se permitió en toda su existencia. Pero el centauro la impuso un silencio de terror.

–¿Y aún te atreves á hablar, vaca floja?… ¡Una mujer que sólo ha sabido darme hembras! Vergüenza debías tener.

La misma mano que extraía negligentemente de un bolsillo los billetes hechos una bola, dándolos á capricho, sin reparar en cantidades, llevaba colgando de la muñeca un rebenque. Era para golpear al caballo, pero lo levantaba con facilidad cuando alguno de los peones incurría en su cólera.

–Te pego porque puedo—decía como excusa al serenarse.

Un día, el golpeado hizo un paso atrás, buscando el cuchillo en el cinto.

–A mí no me pega usted, patrón. Yo no he nacido en estos pagos… Yo soy de Corrientes.

El patrón quedó con el látigo en alto.

–¿De verdad que no has nacido aquí?… Entonces tienes razón; no puedo pegarte. Toma cinco pesos.

Cuando Desnoyers entró en la estancia, Madariaga empezaba á perder la cuenta de los que estaban bajo su potestad á uso latino antiguo y podían recibir sus golpes. Eran tantos, que incurría en frecuentes confusiones. El francés admiró el ojo experto de su patrón para los negocios. Le bastaba contemplar por breves minutos un rebaño de miles de reses para saber su número con exactitud. Galopaba con aire indiferente en torno del inmenso grupo cornudo y pataleante, y de pronto hacía apartar varios animales. Había descubierto que estaban enfermos. Con un comprador como Madariaga, las marrullerías y artificios de los vendedores resultaban inútiles.

Su serenidad ante la desgracia era también admirable. Una sequía sembraba repentinamente sus prados de vacas muertas. La llanura parecía un campo de batalla abandonado. Por todas partes bultos negros; en el aire grandes espirales de cuervos que llegaban de muchas leguas á la redonda. Otras veces era el frío: un inesperado descenso del termómetro cubría el suelo de cadáveres. Diez mil animales, quince mil, tal vez más, se habían perdido…

–¡Qué hacer!—decía Madariaga con resignación—. Sin tales desgracias, esta tierra sería un paraíso… Ahora lo que importa es saber salvar los cueros.

Echaba pestes contra la soberbia de los emigrantes de Europa, contra las nuevas costumbres de la gente pobre, porque no disponía de bastantes brazos para desollar á las víctimas en poco tiempo y miles de pieles se perdían al corromperse unidas á la carne. Los huesos blanqueaban la tierra como montones de nieve. Los peoncitos iban colocando en los postes del alambrado cráneos de vaca con los cuernos retorcidos, adorno rústico que evocaba la imagen de un desfile de liras helénicas.

–Por suerte, queda la tierra—añadía el estanciero. Galopaba por sus campos inmensos, que empezaban á verdear bajo las nuevas lluvias. Había sido de los primeros en convertir las tierras vírgenes en praderas, sustituyendo el pasto natural con la alfalfa. Donde antes vivía un novillo colocaba ahora tres. «La mesa está puesta—decía alegremente—. Vamos en busca de nuevos convidados.» Y compraba á precios irrisorios el ganado desfallecido de hambre en los campos naturales, llevándolo á un rápido engordamiento en sus tierras opulentas.

Una mañana, Desnoyers le salvó la vida. Había levantado su rebenque sobre un peón recién entrado en la estancia, y éste le acometió cuchillo en mano. Madariaga se defendía á latigazos, convencido de que iba á recibir de un momento á otro la cuchillada mortal, cuando llegó el francés y sacando su revólver dominó y desarmó al adversario.

–¡Gracias, gabacho!—dijo el estanciero, emocionado—. Eres todo un hombre y debo recompensarte. Desde hoy… te hablaré de tú.

Desnoyers no llegó á comprender qué recompensa podía significar este tuteo. ¡Era tan raro aquel hombre!… Algunas consideraciones personales vinieron, sin embargo, á mejorar su estado. No comió más en el edificio donde estaba instalada la administración. El dueño exigió imperativamente que en adelante ocupase un sitio en su propia mesa. Y así entró Desnoyers en la intimidad de la familia Madariaga.

La esposa era una figura muda cuando el marido estaba presente. Se levantaba en plena noche para vigilar el desayuno de los peones, la distribución de la galleta, el hervor de las marmitas de café ó mate cocido. Arreaba á las criadas, parlanchinas y perezosas, que se perdían con facilidad en las arboledas próximas á la casa. Hacía sentir en la cocina y sus anexos una autoridad de verdadera patrona; pero apenas sonaba la voz del marido, parecía encogerse en un silencio de respeto y temor. Al sentarse la china á la mesa le contemplaba con sus ojos redondos, fijos como los de un buho, revelando una sumisión devota. Desnoyers llegó á pensar que en esta muda admiración había mucho de asombro por la energía con que el estanciero—cerca ya de los sesenta años—seguía improvisando nuevos pobladores para sus tierras.

Las dos hijas, Luisa y Elena, aceptaron con entusiasmo al comensal, que venía á animar sus monótonas conversaciones del comedor, cortadas muchas veces por las cóleras del padre. Además, era de París. «¡París!», suspiraba Elena, la menor, poniendo los ojos en blanco. Y Desnoyers se veía consultado por ellas en materias de elegancia cada vez que encargaban algo á los almacenes de ropas hechas de Buenos Aires.

El interior de la casa reflejaba los diversos gustos de las dos generaciones. Las niñas tenían un salón con muebles ricos—apoyados en paredes agrietadas—y lámparas ostentosas que nunca se encendían. El padre perturbaba con su rudeza esta habitación cuidada y admirada por las dos hermanas. Las alfombras parecían entristecerse y palidecer bajo las huellas de barro que dejaban las botas del centauro. Sobre una mesa dorada aparecía el rebenque. Las muestras de maíz esparcían sus granos sobre la seda de un sofá que sólo ocupaban las señoritas con cierto recogimiento, como si temiesen romperlo. Junto á la entrada del comedor había una báscula, y Madariaga se enfureció cuando sus hijas le pidieron que la llevase á las dependencias. El no iba á molestarse con un viaje cada vez que se le ocurriese averiguar el peso de un cuero suelto… Un piano entró en la estancia, y Elena pasaba las horas tecleando lecciones con una buena fe desesperante. «¡Ira de Dios! ¡Si al menos tocase la jota ó el pericón!» Y el padre, á la hora de la siesta, se iba á dormir sobre su poncho entre los eucaliptos cercanos.

Esta hija menor, á la que apodaba «la romántica», era el objeto de sus cóleras y sus burlas. ¿De dónde había salido, con unos gustos que nunca sintieron él y su pobre china? Sobre el piano se amontonaban cuadernos de música. En un ángulo del disparatado salón, varias cajas de conservas, arregladas á guisa de biblioteca por el carpintero de la estancia, contenían libros.

–Mira, gabacho—decía Madariaga—. Todo versos y novelas. ¡Puros embustes!… ¡Aire!

El tenía su biblioteca, más importante y gloriosa, y que ocupaba menos lugar. En su escritorio, adornado con carabinas, lazos y monturas chapeadas de plata, un pequeño armario contenía los títulos de propiedad y varios legajos, que el estanciero hojeaba con miradas de orgullo.

–Pon atención y oirás maravillas—anunciaba á Desnoyers tirando de uno de los cuadernos.

Era la historia de las bestias famosas que habían entrado en la estancia para la reproducción y mejoramiento de sus ganados; el árbol genealógico, las cartas de nobleza de todos los animales «pedigrée». Había de ser él quien leyese los papeles, pues no permitía que los tocase ni su familia. Y con las gafas caladas iba deletreando la historia de cada héroe pecuario. «Diamond III, nieto de Diamond I, que fué propiedad del rey de Inglaterra, é hijo de Diamond II, triunfador en todos los concursos.» Su Diamond le había costado muchos miles; pero los caballos más gallardos de la estancia, que se vendían á precios magníficos, eran sus descendientes.

–Tenía más talento que algunas personas. Sólo le faltaba hablar. Es el mismo que está embalsamado junto á la puerta del salón. Las niñas quieren que lo eche de allí… ¡Que se atrevan á tocarlo! ¡Primero las echo á ellas!

Luego continuaba leyendo la historia de una dinastía de toros, todos con nombre propio y un número romano á continuación, lo mismo que los reyes; animales adquiridos en las grandes ferias de Inglaterra por el testarudo estanciero. Nunca había estado allá, pero empleaba el cable para batirse á libras esterlinas con los propietarios británicos deseosos de conservar á su patria tales portentos. Gracias á estos reproductores, que atravesaron el Océano con iguales comodidades que un pasajero millonario, había podido hacer desfilar en los concursos de Buenos Aires sus novillos, que eran torreones de carne; elefantes comestibles, con el lomo cuadrado y liso lo mismo que una mesa.

–Esto representa algo, ¿no te parece, gabacho? Esto vale más que todas las estampas con lunas, lagos, amantes y otras macanas que mi «romántica» pone en las paredes para que críen polvo.

Y señalaba los diplomas honoríficos que adornaban el escritorio, las copas de bronce y demás bisutería gloriosa conquistada en los concursos por los hijos de su pedigrée.

Luisa, la hija mayor—llamada Chicha, á uso americano—, merecía más respeto de su padre. «Es mi pobre china—decía—; la misma bondad y el mismo empuje para el trabajo, pero con más señorío.» Lo del señorío lo aceptaba Desnoyers inmediatamente, y aun le parecía una expresión incompleta y débil. Lo que no podía admitir era que aquella muchacha pálida, modesta, con grandes ojos negros y sonrisa de pueril malicia, tuviese el menor parecido físico con la respetable matrona que le había dado la existencia.

La gran fiesta para Chicha era la misa del domingo. Representaba un viaje de tres leguas al pueblo más cercano, un contacto semanal con gentes que no eran las mismas de la estancia. Un carruaje tirado por cuatro caballos se llevaba á la señora y las señoritas con los últimos trajes y sombreros llegados de Europa á través de las tiendas de Buenos Aires. Por indicación de Chicha, iba Desnoyers con ellas, tomando las riendas al cochero. El padre se quedaba para recorrer sus campos en la soledad del domingo, enterándose mejor de los descuidos de su gente. El era muy religioso: «Religión y buenas costumbres.» Pero había dado miles de pesos para la construcción de la vecina iglesia, y un hombre de su fortuna no iba á estar sometido á las mismas obligaciones de los pelagatos.

Durante el almuerzo dominical, las dos señoritas hacían comentarios sobre las personas y méritos de varios jóvenes del pueblo y de las estancias próximas que se detenían en la puerta de la iglesia para verlas.

–¡Háganse ilusiones, niñas!—decía el padre—. ¿Ustedes creen que las quieren por su lindura?… Lo que buscan esos sinvergüenzas son los pesos del viejo Madariaga; y así que los tuviesen, tal vez les soltarían á ustedes una paliza diaria.

La estancia recibía numerosos visitantes. Unos eran jóvenes de los alrededores, que llegaban sobre briosos caballos haciendo suertes de equitación. Deseaban ver á don Julio con los más inverosímiles pretextos, y aprovechaban la oportunidad para hablar con Chicha y Elena. Otras veces eran señoritos de Buenos Aires, que pedían alojamiento en la estancia, diciendo que iban de paso. Don Madariaga gruñía:

–¡Otro hijo de tal que viene en busca de los pesos del gallego! Si no se va pronto, lo… corro á patadas.

Pero el pretendiente no tardaba en irse, intimidado por la mudez hostil del patrón. Esta mudez se prolongó de un modo alarmante, á pesar de que la estancia ya no recibía visitas. Madariaga parecía abstraído; y todos los de la familia, incluso Desnoyers, respetaban y temían su silencio. Comía enfurruñado, con la cabeza baja. De pronto levantaba los ojos para mirar á Chicha, luego á Desnoyers, y fijarlos últimamente en su esposa, como si fuese á pedirle cuentas.

«La romántica» no existía para él. Cuando más, le dedicaba un bufido irónico al verla erguida en la puerta á la hora del atardecer contemplando el horizonte, ensangrentado por la muerte del sol, con un codo en el quicio y una mejilla en una mano, imitando la actitud de cierta dama blanca que había visto en un cromo esperando la llegada del caballero de los ensueños.

Cinco años llevaba Desnoyers en la casa, cuando un día entró en el escritorio del amo con el aire brusco de los tímidos que adoptan una resolución.

–Don Julio, me marcho, y deseo que ajustemos cuentas.

Madariaga le miró socarronamente. ¿Irse?… ¿por qué? Pero en vano repitió sus preguntas. El francés se atascaba en una serie de explicaciones incoherentes. «Me voy; debo irme.»

–¡Ah ladrón, profeta falso!—gritó el estanciero con voz estentórea.

Pero Desnoyers no se inmutó ante el insulto. Había oído muchas veces á su patrón las mismas palabras cuando comentaba algo gracioso ó al regatear con los compradores de bestias.

–¡Ah ladrón, profeta falso! ¿Crees que no sé por qué te vas? ¿Te imaginas que el viejo Madariaga no ha visto tus miraditas y las miraditas de la mosca muerta de su hija, y cuando os paseabais tú y ella agarrados de la mano, en presencia de la pobre china, que está ciega del entendimiento?… No está mal el golpe, gabacho. Con él te apoderas de la mitad de los pesos del gallego, y ya puedes decir que has hecho la América.

Y mientras gritaba esto, ó más bien, lo aullaba, había empuñado el rebenque, dando golpecitos de punta en el estómago de su administrador con una insistencia que lo mismo podía ser afectuosa que hostil.

–Por eso vengo á despedirme—dijo Desnoyers con altivez—. Sé que es una pasión absurda, y quiero marcharme.

–¡El señor se va!—siguió gritando el estanciero—. ¡El señor cree que aquí puede hacer lo que quiera! No, señor; aquí no manda nadie mas que el viejo Madariaga, y yo ordeno que te quedes… ¡Ay, las mujeres! Únicamente sirven para enemistar á los hombres. ¡Y que no podamos vivir sin ellas!…

Dió varios paseos silenciosos por la habitación, como si las últimas palabras le hiciesen pensar en cosas lejanas, muy distintas de lo que hasta entonces había dicho. Desnoyers miró con inquietud el látigo que aún empuñaba su diestra. ¿Si intentaría pegarle como á los peones?… Estaba dudando entre hacer frente á un hombre que siempre le había tratado con benevolencia ó apelar á una fuga discreta, aprovechando una de sus vueltas, cuando el estanciero se plantó ante él.

–¿Tú la quieres de veras… de veras?—preguntó—. ¿Estás seguro de que ella te quiere á ti? Fíjate bien en lo que dices, que en eso del amor hay mucho de engaño y ceguera. También yo, cuando me casé, estaba loco por mi china. ¿De verdad que os queréis?… Pues bien; llévatela, gabacho del demonio, ya que alguien se la ha de llevar, y que no te salga una vaca floja como la madre… A ver si me llenas la estancia de nietos.

Reaparecía el gran productor de hombres y de bestias al formular este deseo. Y como si considerase necesario explicar su actitud, añadió:

–Todo esto lo hago porque te quiero; y te quiero porque eres serio.

Otra vez quedó absorto el francés, no sabiendo en qué consistía la tan apreciada seriedad.

Desnoyers, al casarse, pensó en su madre. ¡Si la pobre vieja pudiese ver este salto extraordinario de su fortuna! Pero mamá había muerto un año antes, creyendo á su hijo enormemente rico porque le enviaba todos los meses ciento cincuenta pesos, algo más de trescientos francos, extraídos del sueldo que cobraba en la estancia.

Su ingreso en la familia de Madariaga sirvió para que éste atendiese con menos interés á sus negocios.

Tiraba de él la ciudad, con la atracción de los encantos no conocidos. Hablaba con desprecio de las mujeres del campo, chinas mal lavadas, que le inspiraban ahora repugnancia. Había abandonado sus ropas de jinete campestre y exhibía con satisfacción pueril los trajes con que le disfrazaba un sastre de la capital. Cuando Elena quería acompañarle á Buenos Aires, se defendía pretextando negocios enojosos. «No, ya irás con tu madre.»

La suerte de campos y ganados no le inspiraba inquietudes. Su fortuna, dirigida por Desnoyers, estaba en buenas manos.

–Este es muy serio—decía en el comedor ante la familia reunida—. Tan serio como yo… De éste no se ríe nadie.

Y al fin pudo adivinar el francés que su suegro, al hablar de seriedad, aludía á la entereza de carácter. Según declaración espontánea de Madariaga, desde los primeros días que trató á Desnoyers pudo adivinar un genio igual al suyo, tal vez más duro y firme, pero sin alaridos ni excentricidades. Por esto le había tratado con benevolencia extraordinaria, presintiendo que un choque entre los dos no tendría arreglo. Sus únicas desavenencias fueron á causa de los gastos establecidos por Madariaga en tiempos anteriores. Desde que el yerno dirigía las estancias, los trabajos costaban menos y la gente mostraba mayor actividad. Y esto sin gritos, sin palabras fuertes, con sólo su presencia y sus órdenes breves.

El viejo era el único que le hacía frente para mantener el caprichoso sistema del palo seguido de la dádiva. Le sublevaba el orden minucioso y mecánico, siempre igual, sin algo de arbitrariedad extravagante, de tiranía bonachona. Con frecuencia, se presentaban á Desnoyers algunos de los peones mestizos á los que suponía la malicia pública en íntimo parentesco con el estanciero. «Patroncito: dice el patrón viejo que me dé cinco pesos.» El patroncito respondía negativamente, y poco después se presentaba Madariaga, iracundo de gesto, pero midiendo las palabras, en consideración á que su yerno era tan serio como él.

–Mucho te quiero, hijo, pero aquí nadie manda mas que yo… ¡Ah, gabacho! Eres igual á todos los de tu tierra: centavo que pilláis va á la media, y no ve más la luz del sol aunque os crucifiquen… ¿Dije cinco pesos? Le darás diez. Lo mando yo, y basta.

El francés pagaba, encogiéndose de hombros, mientras su suegro, satisfecho del triunfo, huía á Buenos Aires. Era bueno hacer constar que la estancia pertenecía aún al gallego Madariaga.

De uno de sus viajes volvió con un acompañante: un joven alemán, que, según él, lo sabía todo y servía para todo. Su yerno trabajaba demasiado. Karl Hartrott le ayudaría en la contabilidad. Y Desnoyers lo aceptó, sintiendo á los pocos días una naciente estimación por el nuevo empleado.

Que perteneciesen á dos naciones enemigas nada significaba. En todas partes hay buenas gentes, y este Karl era un subordinado digno de aprecio. Se mantenía á distancia de sus iguales y era inflexible y duro con los inferiores. Todas sus facultades parecía concentrarlas en el servicio y la admiración de los que estaban por encima de él. Apenas desplegaba los labios Madariaga, el alemán movía la cabeza apoyando por adelantado sus palabras. Si decía algo gracioso, su risa era de una escandalosa sonoridad. Con Desnoyers se mostraba taciturno y aplicado, trabajando sin reparar en horas. Apenas le veía entrar en la Administración, saltaba de su asiento irguiéndose con militar rigidez. Todo estaba dispuesto á hacerlo. Por cuenta propia, espiaba al personal, delatando sus descuidos y defectos. Este servicio no entusiasmaba á su jefe inmediato, pero lo agradecía como una muestra de interés por el establecimiento.

El viejo estanciero alababa su adquisición como un triunfo, pretendiendo que su yerno la celebrase igualmente.

–Un mozo muy útil, ¿no es cierto?… Estos gringos de la Alemania sirven bien, saben muchas cosas y cuestan poco. Luego, ¡tan disciplinados! ¡tan humilditos!… Yo siento decírtelo, porque eres gabacho; pero os habéis echado malos enemigos. Son gente dura de pelar.

Desnoyers contestaba con un gesto de indiferencia. Su patria estaba lejos y también la del alemán. ¡A saber si volverían á ella!… Allí eran argentinos, y debían pensar en las cosas inmediatas, sin preocuparse del pasado.

–Además, ¡tienen tan poco orgullo!—continuó Madariaga con tono irónico—. Cualquier gringo de éstos, cuando es dependiente en la capital, barre la tienda, hace la comida, lleva la contabilidad, vende á los parroquianos, escribe á máquina, traduce de cuatro á cinco lenguas, y acompaña, si es preciso, á la amiga del amo como si fuese una gran señora… todo por veinticinco pesos al mes. ¡Quién puede luchar con una gente así! Tú, gabacho, eres como yo… muy serio, y te morirías de hambre antes de pasar por ciertas cosas. Por eso te digo que resultan temibles.

El estanciero, después de una corta reflexión, añadió:

–Tal vez no son tan buenos como parecen. Hay que ver cómo tratan á los que están debajo de ellos. Puede que se hagan los simples sin serlo, y cuando sonríen al recibir una patada, dicen para sus adentros: «Espera que llegue la mía, y te devolveré tres.»

Luego pareció arrepentirse de sus palabras.

–De todos modos, este Karl es un pobre mozo, un infeliz, que apenas digo yo algo, abre la boca como si fuese á tragar moscas. El asegura que es de gran familia, pero ¡vaya usted á saber de estos gringos!… Todos los muertos de hambre, al venir á América, la echamos de hijos de príncipes.

A éste lo había tuteado Madariaga desde el primer instante, no por agradecimiento, como á Desnoyers, sino para hacerle sentir su inferioridad. Lo había introducido igualmente en su casa, pero únicamente para que diese lecciones de piano á la hija menor. «La romántica» ya no se colocaba al atardecer en la puerta contemplando el sol poniente. Karl, una vez terminado su trabajo en la Administración, venía á la casa del estanciero, sentándose al lado de Elena, que tecleaba con una tenacidad digna de mejor suerte. A última hora, el alemán, acompañándose en el piano, cantaba fragmentos de Wágner, que hacían dormitar á Madariaga en un sillón con el fuerte cigarro paraguayo adherido á los labios.

Elena contemplaba mientras tanto con creciente interés al gringo cantor. No era el caballero de los ensueños esperado por la dama blanca. Era casi un sirviente, un inmigrante rubio tirando á rojo, carnudo, algo pesado y con ojos bovinos que reflejaban un eterno miedo á desagradar á sus jefes. Pero, día por día, iba encontrando en él algo que modificaba sus primeras impresiones: la blancura femenil de Karl más allá de la cara y las manos tostadas por el sol; la creciente marcialidad de sus bigotes; la soltura con que montaba á caballo; su aire trovadoresco al entonar con una voz de tenor algo sorda romanzas voluptuosas con palabras que ella no podía entender.

Una noche, á la hora de la cena, no pudo contenerse, y habló con la vehemencia febril del que ha hecho un gran descubrimiento:

–Papá: Karl es noble. Pertenece á una gran familia.

El estanciero hizo un gesto de indiferencia. Otras cosas le preocupaban en aquellos días. Pero durante la velada sintió la necesidad de descargar en alguien la cólera interna que le venía royendo desde su último viaje á Buenos Aires, é interrumpió al cantor.

–Oye, gringo: ¿qué es eso de tu nobleza y demás macanas que le has contado á la niña?

Karl abandonó el piano para erguirse y responder. Bajo la influencia del canto reciente, había en su actitud algo que recordaba á Lohengrin en el momento de revelar el secreto de su vida. Su padre había sido el general von Hartrott, uno de los caudillos secundarios de la guerra del 70. El emperador lo había recompensado ennobleciéndolo. Uno de sus tíos era consejero íntimo del rey de Prusia. Sus hermanos mayores figuraban en la oficialidad de los regimientos privilegiados. El había arrastrado sable como teniente.

Madariaga le interrumpió, fatigado de tanta grandeza. «Mentiras… macanas… aire.» ¡Hablarle á él de noblezas de gringos!… Había salido muy joven de Europa para sumirse en las revueltas democracias de América, y aunque la nobleza le parecía algo anacrónico é incomprensible, se imaginaba que la única auténtica y respetable era la de su país. A los gringos les concedía el primer lugar para la invención de máquinas, para los barcos, para la cría de animales de precio, pero todos los condes y marqueses de la gringuería le parecían falsificados.

–Todo farsas—volvió á repetir—. Ni en tu país hay nobleza, ni tenéis todos juntos cinco pesos. Si los tuvierais, no vendríais aquí á comer ni enviaríais las mujeres que enviáis, que son… tú sabes lo que son tan bien como yo.

Con asombro de Desnoyers, el alemán acogió esta rociada humildemente, asintiendo con movimientos de cabeza á las últimas palabras del patrón.

–Si fuesen verdad—continuó Madariaga implacablemente—todas esas macanas de títulos, sables y uniformes, ¿por qué has venido aquí? ¿Qué diablos has hecho en tu tierra para tener que marcharte?

Ahora Karl bajó la frente, confuso y balbuceando. «Papá… papá», suplicó Elena. ¡Pobrecito! ¡Cómo le humillaban porque era pobre!… Y sintió un hondo agradecimiento hacia su cuñado al ver que rompía su mutismo para defender al alemán.

–¡Pero si yo aprecio á este mozo!—dijo Madariaga excusándose—. Son los de su tierra los que me dan rabia.

Cuando, pasados algunos días, hizo Desnoyers un viaje á Buenos Aires, se explicó la cólera del viejo. Durante varios meses había sido el protector de una tiple de origen alemán olvidada en América por una compañía de opereta italiana. Ella le recomendó á Karl, compatriota desgraciado que, luego de rodar por varias naciones de América y ejercer diversos oficios, vivía al lado suyo en clase de caballero cantor. Madariaga había gastado alegremente muchos miles de pesos. Un entusiasmo juvenil le acompañó en esta nueva existencia de placeres urbanos, hasta que, al descubrir la segunda vida que llevaba la alemana en sus ausencias y cómo reía de él con los parásitos de su séquito, montó en cólera, despidiéndose para siempre, con acompañamiento de golpes y fractura de muebles.

¡La última aventura de su historia!… Desnoyers adivinó esta voluntad de renunciamiento al oir que por primera vez confesaba sus años. No pensaba volver á la capital. ¡Todo mentira! La existencia en el campo, rodeado de la familia y haciendo mucho bien á los pobres, era lo único cierto. Y el terrible centauro se expresaba con una ternura idílica, con una firme virtud de sesenta y cinco años, insensibles ya á la tentación.

Después de su escena con Karl, había aumentado el sueldo de éste, apelando como siempre á la generosidad para reparar sus violencias. Lo que no podía olvidar era lo de su nobleza, que le daba motivo para nuevas bromas. Aquel relato glorioso había traído á su memoria los árboles genealógicos de los reproductores de la estancia. El alemán era un pedigrée, y con este apodo le designó en adelante.

Sentado, en las noches veraniegas, bajo un cobertizo de la casa, se extasiaba patriarcalmente contemplando á su familia en torno de él. La calma nocturna se iba poblando de zumbidos de insectos y cloqueos de ranas. De los lejanos ranchos venían los cantares de los peones que preparaban su cena. Era la época de la siega, y grandes bandas de emigrantes se alojaban en la estancia para el trabajo extraordinario.

Madariaga había conocido días tristes de guerras y violencias. Se acordaba de los últimos años de la tiranía de Rosas, presenciados por él al llegar al país. Enumeraba las diversas revoluciones nacionales y provinciales en las que había tomado parte, por no ser menos que sus vecinos, y á las que designaba con el título de «puebladas». Pero todo esto había desaparecido y no volvería á repetirse. Los tiempos eran de paz, de trabajo y abundancia.

–Fíjate, gabacho—decía, espantando con los chorros de humo de su cigarro á los mosquitos que volteaban en torno de él—. Yo soy español, tú francés, Karl es alemán, mis niñas argentinas, el cocinero ruso, su ayudante griego, el peón de cuadra inglés, las chinas de la cocina, unas son del país, otras gallegas ó italianas, y entre los peones los hay de todas castas y leyes… ¡Y todos vivimos en paz! En Europa tal vez nos habríamos golpeado á estas horas; pero aquí todos amigos.

Y se deleitaba escuchando las músicas de los trabajadores: lamentos de canciones italianas con acompañamiento de acordeón, guitarreos españoles y criollos apoyando á unas voces bravías que cantaban el amor y la muerte.

–Esto es el arca de Noé—afirmó el estanciero.

Quería decir la torre de Babel, según pensó Desnoyers, pero para el viejo era lo mismo.

–Yo creo—continuó—que vivimos así porque en esta parte del mundo no hay reyes y los ejércitos son pocos, y los hombres sólo piensan en pasarlo lo mejor posible gracias á su trabajo. Pero también creo que vivimos en paz porque hay abundancia y á todos les llega su parte… ¡La que se armaría si las raciones fuesen menos que las personas!

Volvió á quedar en reflexivo silencio, para añadir poco después:

–Sea por lo que sea, hay que reconocer que aquí se vive más tranquilo que en el otro mundo. Los hombres se aprecían por lo que valen y se juntan sin pensar en si proceden de una tierra ó de otra. Los mozos no van en rebaño á matar á otros mozos que no conocen, y cuyo delito es haber nacido en el pueblo de enfrente… El hombre es una mala bestia en todas partes, lo reconozco; pero aquí come, tiene tierra de sobra para tenderse, y es bueno, con la bondad de un perro harto. Allá son demasiados, viven en montón, estorbándose unos á otros, la pitanza es escasa y se vuelven rabiosos con facilidad. ¡Viva la paz, gabacho, y la existencia tranquila! Donde uno se encuentre bien y no corra el peligro de que lo maten por cosas que no entiende, allí está su verdadera tierra.

Y como un eco de las reflexiones del rústico personaje, Karl, sentado en el salón ante el piano, entonaba á media voz un himno de Beethoven. «Cantemos la alegría de la vida; cantemos la libertad. Nunca mientas y traiciones á tu semejante, aunque te ofrezcan por ello el mayor trono de la tierra.»

¡La paz!… A los pocos días se acordó Desnoyers con amargura de estas ilusiones del viejo. Fué la guerra, una guerra doméstica, lo que estalló en el idílico escenario de la estancia. «Patroncito, corra, que el patrón viejo ha pelado cuchillo y quiere matar al alemán.» Y Desnoyers había corrido fuera de su escritorio, avisado por las voces de un peón. Madariaga perseguía cuchillo en mano á Karl, atropellando á todos los que intentaban cerrarle el paso. Únicamente él pudo detenerlo, arrebatándole el arma.

–¡Ese pedigrée sinvergüenza!—vociferaba el viejo con la boca lívida, agitándose entre los brazos de su yerno—. Todos los muertos de hambre creen que no hay mas que llegar á esta casa para llevarse mis hijas y mis pesos… ¡Suéltame te digo! ¡Suéltame para que lo mate!

Y con el deseo de verse libre, daba sus excusas á Desnoyers. A él lo había aceptado como yerno porque era de su gusto, modesto, honrado y… serio. ¡Pero ese pedigrée cantor, con todas sus soberbias!… ¡Un hombre que él había sacado… no quería decir de dónde! Y el francés, tan enterado como él de sus primeras relaciones con Karl, fingió no entenderle.

Como el alemán había huído, el estanciero acabó por dejarse empujar hasta su casa. Hablaba de dar una paliza á «la romántica» y otra á la china, por no enterarse de las cosas. Había sorprendido á su hija agarrada de las manos con el gringo en un bosquecillo cercano y cambiando un beso.

–¡Viene por mis pesos!—aullaba—. Quiere hacer la América pronto á costa del gallego, y para esto, tanta humildad y tanto canto y tanta nobleza. ¡Embustero!… ¡Músico!

Y repitió con insistencia lo de «¡músico!», como si fuese la concreción de todos sus desprecios.

Desnoyers, firme y sobrio en palabras, dió un desenlace al conflicto. «La romántica», abrazada á su madre, se refugió en los altos de la casa. El cuñado había protegido su retirada, pero á pesar de esto, la sensible Elena gimió entre lágrimas pensando en el alemán: «¡Pobrecito! ¡Todos contra él!» Mientras tanto, la esposa de Desnoyers retenía al padre en su despacho, apelando á toda su influencia de hija juiciosa. El francés fué en busca de Karl, mal repuesto aún de la terrible sorpresa, y le dió un caballo para que se trasladase inmediatamente á la estación de ferrocarril más próxima.

Se alejó de la estancia, pero no permaneció solo mucho tiempo. Transcurridos unos días, «la romántica» se marchó detrás de él… Iseo «la de las blancas manos» fué en busca del caballero Tristán.

La desesperación de Madariaga no se mostró violenta y atronadora, como esperaba su yerno. Por primera vez le vió éste llorar. Su vejez robusta y alegre desapareció de golpe. En una hora parecía haber vivido diez años. Como un niño, arrugado y trémulo, se abrazó á Desnoyers, mojándole el cuello con sus lágrimas.

–¡Se la ha llevado! ¡El hijo de una gran pulga… se la ha llevado!

Esta vez no hizo pesar la responsabilidad sobre su china. Lloró junto á ella, y como si pretendiese consolarla con una confesión pública, dijo repetidas veces:

–Por mis pecados… Todo ha sido por mis grandísimos pecados.

Empezó para Desnoyers una época de dificultades y conflictos. Los fugitivos le buscaron en una de sus visitas á la capital, implorando su protección. «La romántica» lloraba, afirmando que sólo su cuñado, «el hombre más caballero del mundo», podía salvarla. Karl le miró como un perro fiel que se confía á su amo. Estas entrevistas se repitieron en todos sus viajes. Luego, al volver á la estancia, encontraba al viejo malhumorado, silencioso, mirando con fijeza ante él, como si contemplase algo invisible para los demás, y diciendo de pronto: «Es un castigo: el castigo de mis pecados.» El recuerdo de sus primeras relaciones con el alemán, antes de llevarlo á la estancia, le atormentaba como un remordimiento. Algunas tardes hacía ensillar un caballo, partiendo á todo galope hacia el pueblo más próximo. Ya no iba en busca de ranchos hospitalarios. Necesitaba pasar un rato en la iglesia, hablar á solas con las imágenes, que estaban allí sólo para él, ya que era él quien había pagado las facturas de adquisición… «Por mi culpa, por mi grandísima culpa.»

Pero á pesar de su arrepentimiento, Desnoyers tuvo que esforzarse mucho para obtener de él un arreglo. Cuando le habló de regularizar la situación de los fugitivos, facilitando los trámites necesarios para el matrimonio, no le dejó continuar. «Haz lo que quieras, pero no me hables de ellos.» Pasaron muchos meses. Un día, el francés se acercó con cierto misterio. «Elena tiene un hijo, y le llaman Julio como á usted.»

–Y tú, grandísimo inútil—gritó el estanciero—, y la vaca floja de tu mujer vivís tranquilamente, sin darme un nieto… ¡Ah, gabacho! Por eso los alemanes acabarán montándose sobre vosotros. Ya ves: ese bandido tiene un hijo, y tú, después de cuatro años de matrimonio… nada. Necesito un nieto, ¿lo entiendes?

Y para consolarse de esta falta de niños en su hogar, se iba al rancho del capataz Celedonio, donde una banda de pequeños mestizos se agrupaban, temerosos y esperanzados, en torno del patrón viejo.

De pronto murió la china. La pobre Misiá Petrona se fué discretamente, como había vivido, procurando en su última hora evitar toda contrariedad al esposo, pidiéndole perdón con la mirada por las molestias que podía causarle su muerte. Elena se presentó en la estancia para ver el cadáver de su madre, y Desnoyers, que llevaba más de un año sosteniendo á los fugitivos á espaldas del suegro, aprovechó la ocasión para vencer el enojo de éste.

–La perdono—dijo el estanciero después de una larga resistencia—. Lo hago por la pobre finada y por ti. Que se quede en la estancia y que venga con ella el gringo sinvergüenza.

Nada de trato. El alemán sería un empleado á las órdenes de Desnoyers, y la pareja viviría en el edificio de la Administración, como si no perteneciese á la familia. Jamás dirigiría la palabra á Karl.

Pero apenas lo vió llegar, le habló para tratarle de «usted», dándole órdenes rudamente, lo mismo que á un extraño. Después pasó siempre junto á él como si no lo conociese. Al encontrar en su casa á Elena acompañando á la hermana mayor, también seguía adelante. En vano «la romántica», transfigurada por la maternidad, aprovechaba todas las ocasiones para colocar delante de él á su pequeño y repetía sonoramente su nombre: «Julio… Julio.»

–Un hijo del gringo cantor, blanco como cabrito desollado y con pelo de zanahoria, quieren que sea nieto mío… Prefiero á los de Celedonio.

Y para mayor protesta, entraba en la vivienda del capataz, repartiendo á la chiquillería puñados de pesos.

A los siete años de efectuado su matrimonio, la esposa de Desnoyers sintió que iba á ser madre. Su hermana tenía ya tres hijos. Pero ¿qué valían éstos para Madariaga, comparados con el nieto que iba á llegar? «Será varón—dijo con firmeza—, porque yo lo necesito así. Se llamará Julio, y quiero que se parezca á mi pobre finada.» Desde la muerte de su esposa, que ya no la llamaba «la china», sintió algo semejante á un amor póstumo por aquella pobre mujer que tanto le había aguantado durante su existencia, siempre tímida y silenciosa. «Mi pobre finada» surgía á cada instante en las conversaciones del estanciero, con la obsesión de un remordimiento.

Sus deseos se cumplieron. Luisa dió á luz un varón, que recibió el nombre de Julio, y aunque no mostraba en sus rasgos fisonómicos, todavía abocetados, una gran semejanza con su abuela, tenía el cabello y los ojos negros y la tez de un moreno pálido. ¡Bien venido!… Este era un nieto.

Y con la generosidad de la alegría, permitió que el alemán entrase en su casa para asistir á la fiesta del bautizo.

Cuando Julio Desnoyers tuvo cuatro años, el abuelo lo paseó á caballo por toda la estancia, colocándolo en el delantero de la silla. Iba de rancho en rancho para mostrarlo al populacho cobrizo, como un anciano monarca que presenta á su heredero. Más adelante, cuando el nieto pudo hablar sueltamente, se entretuvo conversando con él horas enteras á la sombra de los eucaliptos. Empezaba á marcarse en el viejo cierta decadencia mental. Aún no chocheaba, pero su agresividad iba tomando un carácter pueril. Hasta en las mayores expansiones de cariño se valía de la contradicción, buscando molestar á sus allegados.

–¡Ven aquí, profeta falso!—decía á su nieto—. Tú eres un gabacho.

Julio protestaba como si le insultasen. Su madre le había enseñado que era argentino, y su padre le recomendaba que añadiese español, para dar gusto al abuelo.

–Bueno; pues si no eres gabacho—continuaba el estanciero—, grita: «¡Abajo Napoleón!»

Y miraba en torno de él para ver si estaba cerca Desnoyers, creyendo causarle con esto una gran molestia. Pero el yerno seguía adelante, encogiéndose de hombros.

–¡Abajo Napoleón!—decía Julio.

Y presentaba la mano inmediatamente, mientras el abuelo buscaba sus bolsillos.

Los hijos de Karl, que ya eran cuatro, y se movían en torno del abuelo como un coro humilde mantenido á distancia, contemplaban con envidia estas dádivas. Para agradarle, un día en que le vieron solo se acercaron resueltamente, gritando al unísono: «¡Abajo Napoleón!»

–¡Gringos atrevidos!—bramó el viejo—. Eso se lo habrá enseñado á ustedes el sinvergüenza de su padre. Si lo vuelven á repetir, los corro á rebencazos… ¡Insultar así á un grande hombre!

Esta descendencia rubia la toleraba, pero sin permitirle ninguna intimidad. Desnoyers y su esposa tomaban la defensa de sus sobrinos, tachándole de injusto. Y para desahogar los comentarios de su antipatía buscaba á Celedonio, el mejor de los oyentes, pues contestaba á todo: «Sí, patrón.» «Así será, patrón.»

–Ellos no tienen culpa alguna—decía el viejo—, pero yo no puedo quererlos. Además, ¡tan semejantes á su padre, tan blancos, con el pelo de zanahoria deshilachada, y los dos mayores llevando anteojos lo mismo que si fuesen escribanos!… No parecen gentes con esos vidrios: parecen tiburones.

Madariaga no había visto nunca tiburones, pero se los imaginaba, sin saber por qué, con unos ojos redondos de vidrio, como fondos de botella.

A la edad de ocho años, Julio era un jinete. «¡A caballo peoncito!», ordenaba el abuelo. Y salían á galope por los campos, pasando como centellas entre los millares y millares de reses cornudas. El «peoncito», orgulloso de su título, obedecía en todo al maestro. Y así aprendió á tirar el lazo á los toros, dejándolos aprisionados y vencidos, á hacer saltar las vallas de alambre á su pequeño caballo, á salvar de un bote un hoyo profundo, á deslizarse por las barrancas, no sin rodar muchas veces debajo de su montura.

–¡Ah, gaucho fino!—decía el abuelo, orgulloso de estas hazañas—. Toma cinco pesos para que le regales un pañuelo á una china.

El viejo, en su creciente embrollamiento mental, no se daba cuenta exacta de la relación entre las pasiones y los años. Y el infantil jinete, al guardarse el dinero, se preguntaba qué china era aquella y por qué razón debía hacerle un regalo.

Desnoyers tuvo que arrancar á su hijo de las enseñanzas del abuelo. Era inútil que hiciese venir maestros para Julio ó que intentase enviarlo á la escuela de la estancia. Madariaga raptaba á su nieto, escapándose juntos á correr el campo. El padre acabó por instalar al niño en un gran colegio de la capital cuando ya había pasado de los once años. Entonces, el viejo fijó su atención en la hermana de Julio, que sólo tenía tres años, llevándola, como al otro, de rancho en rancho sobre el delantero de su montura. Todos llamaban Chichí á la hija de Chicha, pero el abuelo le dió el título de «peoncito», como á su hermano. Y Chichí, que se criaba vigorosa y rústica, desayunándose con carne y hablando en sueños del asado, siguió fácilmente las aficiones del viejo. Iba vestida como un muchacho, montaba lo mismo que los hombres, y para merecer el título de «gaucho fino» conferido por el abuelo, llevaba un cuchillo en la trasera del cinturón. Los dos corrían el campo de sol á sol. Madariaga parecía seguir como una bandera la trenza ondulante de la amazona. Esta, á los nueve años, echaba ya con habilidad su lazo á las reses.

Lo que más irritaba al estanciero era que la familia le recordase su vejez. Los consejos de Desnoyers para que permaneciese tranquilo en casa los acogía como insultos. Así como avanzaba en años, era más agresivo y temerario, extremando su actividad, como si con ella quisiera espantar á la muerte. Sólo admitía ayuda de su travieso «peoncito». Cuando al ir á montar acudían los hijos de Karl, que eran ya unos grandullones, para tenerle el estribo, los repelía con bufidos de indignación.

–¿Creen ustedes que ya no puedo sostenerme?… Aún tengo vida para rato, y los que aguardan que muera para agarrar mis pesos se llevan chasco.

El alemán y su esposa, mantenidos aparte en la vida de la estancia, tenían que sufrir en silencio estas alusiones. Karl, necesitado de protección, vivía á la sombra del francés, aprovechando toda oportunidad para abrumarle con sus elogios. Jamás podría agradecer bastante lo que hacía por él. Era su único defensor. Deseaba una ocasión para mostrarle su gratitud: morir por él, si era preciso. La esposa admiraba á su cuñado con grandes extremos de entusiasmo: «El caballero más cumplido de la tierra.» Y Desnoyers agradecía en silencio esta adhesión, reconociendo que el alemán era un excelente compañero. Como disponía en absoluto de la fortuna de la familia, ayudaba generosamente á Karl sin que el viejo se enterase. El fué quien tomó la iniciativa para que pudiesen realizar la mayor de sus ilusiones. El alemán soñaba con una visita á su país. ¡Tantos años en América!… Desnoyers, por lo mismo que no sentía deseos de volver á Europa, quiso facilitar este anhelo de sus cuñados, y dió á Karl los medios para que hiciese el viaje con toda su familia. El viejo no quiso saber quién costeaba los gastos. «Que se vayan—dijo con alegría—y que no vuelvan nunca.»

La ausencia no fué larga. Gastaron en tres meses lo que llevaban para un año. Karl, que había hecho saber á sus parientes la gran fortuna que significaba su matrimonio, quiso presentarse como un millonario, en pleno goce de sus riquezas. Elena volvió transfigurada, hablando con orgullo de sus parientes: del barón, coronel de húsares, del comandante de la Guardia, del consejero de la corte, declarando que todos los pueblos resultaban despreciables al lado de la patria de su esposo. Hasta tomó cierto aire de protección al alabar á Desnoyers, un hombre bueno, ciertamente, pero «sin nacimiento», «sin raza», y además francés. Karl, en cambio, manifestaba la misma adhesión de antes, permaneciendo en sumisa modestia detrás de su cuñado. Este tenía las llaves de la caja y era su única defensa ante el terrible viejo… Había dejado sus dos hijos mayores en un colegio de Alemania. Años después, fueron saliendo con igual destino los otros nietos del estanciero, que éste consideraba antipáticos é inoportunos, «con pelos de zanahoria y ojos de tiburón».

El viejo se veía ahora solo. Le habían arrebatado su segundo «peoncito». La severa Chicha no podía tolerar que su hija se criase como un muchacho, cabalgando á todas horas y repitiendo las palabras gruesas del abuelo. Estaba en un colegio de la capital, y las monjas educadoras tenían que batallar grandemente para vencer las rebeliones y malicias de su bravía alumna.

Al volver á la estancia Julio y Chichí durante las vacaciones, el abuelo concentraba su predilección en el primero, como si la niña sólo hubiese sido un sustituto. Desnoyers se quejaba de la conducta un tanto desordenada de su hijo. Ya no estaba en el colegio. Su vida era la de un estudiante de familia rica que remedia la parsimonia de sus padres con toda clase de préstamos imprudentes. Pero Madariaga salía en defensa de su nieto. «¡Ah, gaucho fino!…» Al verlo en la estancia, admiraba su gentileza de buen mozo. Le tentaba los brazos para convencerse de su fuerza; le hacía relatar sus peleas nocturnas, como valeroso campeón de una de las bandas de muchachos licenciosos, llamados patotas en el argot de la capital. Sentía deseos de ir á Buenos Aires para admirar de cerca esta vida alegre. Pero ¡ay! él no tenía diez y seis años como su nieto. Ya había pasado de los ochenta.

–¡Ven acá, profeta falso! Cuéntame cuántos hijos tienes… ¡Porque tú debes tener muchos hijos!

–¡Papá!—protestaba Chicha, que siempre andaba cerca, temiendo las malas enseñanzas del abuelo.

–¡Déjate de moler!—gritaba éste, irritado—. Yo sé lo que me digo.

La paternidad figuraba inevitablemente en todas sus fantasías amorosas. Estaba casi ciego, y el agonizar de sus ojos iba acompañado de un creciente desarreglo mental. Su locura senil tomaba un carácter lúbrico, expresándose con un lenguaje que escandalizaba ó hacía reir á todos los de la estancia.

–¡Ah, ladrón, y qué lindo eres!—decía mirando al nieto con sus ojos que sólo veían pálidas sombras—. El vivo retrato de mi pobre finada… Diviértete, que tu abuelo está aquí con sus pesos. Si sólo hubieses de contar con lo que te regale tu padre, vivirías como un ermitaño. El gabacho es de los de puño duro: con él no hay farra posible. Pero yo pienso en ti, peoncito. Gasta y triunfa, que para eso tu tatica ha juntado plata.

Cuando los nietos se marchaban de la estancia, entretenía su soledad yendo de rancho en rancho. Una mestiza ya madura hacía hervir en el fogón el agua para su mate. El viejo pensaba confusamente que bien podía ser hija suya. Otra de quince años le ofrecía la calabacita de amargo líquido, con su canuto de plata para sorber. Una nieta tal vez, aunque él no estaba seguro. Y así pasaba las tardes, inmóvil y silencioso, tomando mate tras mate, rodeado de familias que le contemplaban con admiración y miedo.

Cada vez que subía á caballo para estas correrías, su hija mayor protestaba. «¡A los ochenta y cuatro años! ¿No era mejor que se quedase tranquilamente en casa? Cualquier día iban á lamentar una desgracia…» Y la desgracia vino. El caballo del patrón volvió un anochecer con paso tardo y sin jinete. El viejo había rodado en una cuesta, y cuando lo recogieron estaba muerto… Así terminó el centauro, como había vivido siempre, con el rebenque colgando de la muñeca y las piernas arqueadas por la curva de la montura.

Su testamento lo guardaba un escribano español de Buenos Aires casi tan viejo como él. La familia sintió miedo al contemplar el voluminoso documento. ¿Qué disposiciones terribles habría dictado Madariaga? La lectura de la primera parte tranquilizó á Karl y Elena. El viejo mejoraba considerablemente á la esposa de Desnoyers; pero aun así, quedaba una parte enorme para «la romántica» y los suyos. «Hago esto—decía—en memoria de mi pobre finada y para que no hablen las gentes.» Venían á continuación ochenta y seis legados, que formaban otros tantos capítulos del volumen testamentario. Ochenta y cinco individuos subidos de color—hombres y mujeres—, que vivían en la estancia largos años como puesteros y arrendatarios, recibían la última munificencia paternal del viejo. Al frente de ellos figuraba Celedonio, que en vida de Madariaga se había enriquecido ya sin otro trabajo que escucharle, repitiendo: «Así será, patrón.» Más de un millón de pesos representaban estas mandas en tierras y reses. El que completaba el número de los beneficiados era Julio Desnoyers. El abuelo hacía mención especial de él, legándole un campo «para que atendiera á sus gastos particulares, supliendo lo que no le diese su padre».

–¡Pero eso representa centenares de miles de pesos!—protestó Karl, que se había hecho más exigente al convencerse de que su esposa no estaba olvidada en el testamento.

Los días que siguieron á esta lectura resultaron penosos para la familia. Elena y los suyos miraban al otro grupo como si acabasen de despertar, contemplándolo bajo una nueva luz, con aspecto distinto. Olvidaban lo que iban á recibir, para ver únicamente las mejoras de los parientes.

Desnoyers, benévolo y conciliador, tenía un plan. Experto en la administración de estos bienes enormes, sabía que un reparto entre los herederos iba á duplicar los gastos sin aumentar los productos. Calculaba además las complicaciones y desembolsos de una partición judicial de nueve estancias considerables, centenares de miles de reses, depósitos en los Bancos, casas en las ciudades y deudas por cobrar. ¿No era mejor seguir como hasta entonces?… ¿No habían vivido en la santa paz de una familia unida?…

El alemán, al escuchar su proposición, se irguió con orgullo. No; cada uno á lo suyo. Cada cual que viviese en su esfera. El quería establecerse en Europa, disponiendo libremente de los bienes. Necesitaba volver á «su mundo».

Desnoyers le miró frente á frente, viendo á un Karl desconocido, un Karl cuya existencia no había sospechado nunca cuando vivía bajo su protección, tímido y servil. También el francés creyó contemplar lo que le rodeaba bajo una nueva luz.

–Está bien—dijo—. Cada uno que se lleve lo suyo. Me parece justo.

III

La familia Desnoyers

La «sucesión Madariaga»—como decían en su lenguaje los hombres de ley interesados en prolongarla para aumento de su cuenta de honorarios—quedó dividida en dos grupos separados por el mar. Los Desnoyers se establecieron en Buenos Aires. Los Hartrott se trasladaron á Berlín luego que Karl hubo vendido todos los bienes, para emplear el producto en empresas industriales y tierras de su país.

Desnoyers no quiso seguir viviendo en el campo. Veinte años había sido el jefe de una enorme explotación agrícola y ganadera, mandando á centenares de hombres en varias estancias. Ahora el radio de su autoridad se había restringido considerablemente al parcelarse la fortuna del viejo con la parte de Elena y los numerosos legados. Le encolerizaba ver establecidos en las tierras inmediatas á varios extranjeros, casi todos alemanes, que las habían comprado á Karl. Además, se hacía viejo, la fortuna de su mujer representaba unos veinte millones de pesos, y su ambicioso cuñado, al trasladarse á Europa, demostraba tal vez mejor sentido que él.

Arrendó parte de sus tierras, confió la administración de otras á algunos de los favorecidos por el testamento, que se consideraban de la familia, viendo siempre en Desnoyers al patrón, y se trasladó á Buenos Aires. De este modo podía vigilar á su hijo, que seguía llevando una vida endiablada, sin salir adelante en los estudios preparatorios de ingeniería… Además, Chichí era ya una mujer, su robustez le daba un aspecto precoz, superior á sus años, y no era conveniente mantenerla en el campo para que fuese una señorita rústica como su madre. Doña Luisa parecía cansada igualmente de la vida de estancia. Los triunfos de su hermana le producían cierta molestia. Era incapaz de sentir celos; pero, por ambición maternal, deseaba que sus hijos no se quedasen atrás, brillando y ascendiendo como los hijos de la otra.

Durante un año llegaron á la casa que Desnoyers había instalado en la capital las más asombrosas noticias de Alemania. «La tía de Berlín»—como llamaban á Elena sus sobrinos—enviaba unas cartas larguísimas, con relatos de bailes, comidas, cacerías y títulos, muchos títulos nobiliarios y dignidades militares: «nuestro hermano el coronel», «nuestro primo el barón», «nuestro tío el consejero íntimo», «nuestro tío segundo, el consejero verdaderamente íntimo». Todas las extravagancias del escalafón social alemán, que discurre incesantemente títulos nuevos para satisfacer la sed de honores de un pueblo dividido en castas, eran enumeradas con delectación por la antigua «romántica». Hasta hablaba del secretario de su esposo, que no era un cualquiera, pues había ganado como escribiente en las oficinas públicas el título de Rechnungsrath (Consejero de Cálculo). Además, mencionaba con orgullo al Oberpedell retirado que tenía en su casa, explicando que esto quería decir: «Portero superior».

Las noticias referentes á sus hijos no resultaban menos gloriosas. El mayor era el sabio de la familia. Se dedicaba á la filología y las ciencias históricas; pero su vista resultaba cada vez más deficiente, á causa de las continuas lecturas. Pronto sería doctor, y antes de los treinta años Herr Professor. La madre lamentaba que no fuese militar, considerando sus aficiones como algo que torcía los altos destinos de la familia. El profesorado, las ciencias y la literatura eran refugio de los judíos, imposibilitados por su origen de obtener un grado en el ejército. Pero se consolaba pensando que un profesor célebre puede conseguir con el tiempo una consideración social casi comparable á la de un coronel.

Sus otros cuatro hijos varones serían oficiales. El padre preparaba el terreno para que pudiesen entrar en la Guardia ó en algún regimiento aristocrático sin que los compañeros de cuerpo votasen en contra al proponer su admisión. Las dos niñas se casarían seguramente, cuando tuviesen edad para ello, con oficiales de húsares que ostentasen en su nombre una partícula nobiliaria, altivos y graciosos señores de los que hablaba con entusiasmo la hija de Misiá Petrona.

La instalación de los Hartrott era digna de sus nuevas amistades. En la casa de Berlín, la servidumbre iba de calzón corto y peluca blanca en noches de gran comida. Karl había comprado un castillo viejo, con torreones puntiagudos, fantasmas en los subterráneos y varias leyendas de asesinatos, asaltos y violaciones, que amenizaban su historia de un modo interesante. Un arquitecto condecorado con muchas órdenes extranjeras, y que además ostentaba el título de «Consejero de Construcción», era el encargado de modernizar el edificio medioeval sin que perdiese su aspecto terrorífico. «La romántica» describía por anticipado las recepciones en el tenebroso salón, á la luz difusa de las lámparas eléctricas que imitarían antorchas; el crepitar de la blasonada chimenea, con sus falsos leños erizados de llamas de gas; todo el esplendor del lujo moderno aliado con los recuerdos de una época de nobleza omnipotente, la mejor, según ella, de la Historia. Además, las cacerías, las futuras cacerías en una extensión de tierras arenosas y movedizas, con bosques de pinos, en nada comparables al rico suelo de la estancia natal, pero que habían tenido el honor de ser pisadas siglos antes por los marqueses de Brandeburgo, fundadores de la casa reinante de Prusia. Y todos estos progresos, esta rápida ascensión de la familia, ¡en solo un año!… Tenían que luchar con otras familias ultramarinas que habían amasado fortunas enormes en los Estados Unidos, el Brasil ó las costas del Pacífico. Pero eran alemanes «sin nacimiento», groseros plebeyos que en vano pugnaban por introducirse en el gran mundo haciendo donativos á las obras imperiales. Con todos sus millones, á lo más que podían aspirar era á unir sus hijas con oficiales de infantería de línea. ¡Mientras que Karl!… ¡Los parientes de Karl!… Y «la romántica» dejaba correr la pluma glorificando á una familia en cuyo seno creía haber nacido.

De tarde en tarde, con las epístolas de Elena llegaban otras breves dirigidas á Desnoyers. El cuñado le daba cuenta de sus operaciones, lo mismo que cuando vivía en la estancia protegido por él. Pero á esta deferencia se unía un orgullo mal disimulado, un deseo de desquitarse de sus épocas de humillación voluntaria. Todo lo que hacía era grande y glorioso. Había colocado sus millones en empresas industriales de la moderna Alemania. Era accionista de fábricas de armamento enormes como pueblos, de Compañías de navegación que lanzaban un navío cada medio año. El emperador se interesaba en estas obras, mirando con benevolencia á los que deseaban ayudarle. Además, Karl compraba tierras. Parecía á primera vista una locura haber vendido los opulentos campos de su herencia para adquirir arenales prusianos que sólo producían á fuerza de abonos. Pero siendo terrateniente figuraba en el «partido agrario», el grupo aristocrático y conservador por excelencia, y así vivía en dos mundos opuestos é igualmente distinguidos: el de los grandes industriales, amigos del emperador, y el de los junkers, hidalgos del campo, guardianes de la tradición y abastecedores de oficiales del rey de Prusia.

Al enterarse Desnoyers de estos progresos, pensó en los sacrificios pecuniarios que representaban. Conocía el pasado de Karl. Un día, en la estancia, á impulsos del agradecimiento, había revelado al francés la causa de su viaje á América. Era un antiguo oficial del ejército de su país; pero el deseo de vivir ostentosamente, sin otros recursos que el sueldo, le arrastró á cometer actos reprensibles: sustracción de fondos pertenecientes al regimiento, deudas sagradas sin pagar, falsificación de firmas. Estos delitos no habían sido perseguidos oficialmente por consideración á la memoria de su padre; pero los compañeros de cuerpo le sometieron á un tribunal de honor. Sus hermanos y amigos le aconsejaron el pistoletazo como único remedio; pero él amaba la vida, y huyó á América, donde á costa de humillaciones había acabado por triunfar. La riqueza borra las manchas del pasado con más rapidez que el tiempo. La noticia de su fortuna al otro lado del Océano hizo que su familia le recibiese bien en el primer viaje, introduciéndolo de nuevo en «su mundo». Nadie podía recordar historias vergonzosas de centenares de marcos tratándose de un hombre que hablaba de las tierras de su suegro, más extensas que muchos principados alemanes. Ahora, al instalarse definitivamente en el país, todo estaba olvidado; pero ¡qué de contribuciones impuestas á su vanidad!… Desnoyers adivinó los miles de marcos vertidos á manos llenas para las obras caritativas de la emperatriz, para las propagandas imperialistas, para las sociedades de veteranos, para todos los grupos de agresión y expansión constituídos por las ambiciones germánicas.

El francés, hombre sobrio, parsimonioso en sus gastos y exento de ambiciones, sonreía ante las grandezas de su cuñado. Tenía á Karl por un excelente compañero, aunque de un orgullo pueril. Recordaba con satisfacción los años que habían pasado juntos en el campo. No podía olvidar al alemán que rondaba en torno de él cariñoso y sumiso como un hermano menor. Cuando su familia comentaba con una vivacidad algo envidiosa las glorias de los parientes de Berlín, él decía sonriendo: «Déjenlos en paz; su dinero les cuesta.»

Pero el entusiasmo que respiraban las cartas de Alemania acabó por crear en torno de su persona un ambiente de inquietud y rebelión. Chichí fué la primera en el ataque. ¿Por qué no iban ellos á Europa, como los otros? Todas sus amigas habían estado allá. Familias de tenderos italianos y españoles emprendían el viaje, ¡Y ella, que era hija de un francés, no había visto París!… ¡Oh, París! Los médicos que asistían á las señoras melancólicas declaraban la existencia de una enfermedad nueva y temible: «la enfermedad de París». Doña Luisa apoyaba á su hija. ¿Por qué no había de vivir ella en Europa, lo mismo que su hermana, siendo como era más rica? Hasta Julio declaró gravemente que en el viejo mundo estudiaría con mayor aprovechamiento. América no es tierra de sabios.

Y el padre terminó por hacerse la misma pregunta, extrañando que no se le hubiera ocurrido antes lo de la ida á Europa ¡Treinta y cuatro años sin salir de aquel país que no era el suyo!… Ya era hora de marcharse. Vivía demasiado cerca de los negocios. En vano quería guardar su indiferencia de estanciero retirado. Todos ganaban dinero en torno de él. En el club, en el teatro, allí donde iba, las gentes hablaban de compras de tierras, de ventas, de negocios rápidos con el provecho triplicado, de liquidaciones portentosas. Empezaban á pesarle las sumas que guardaba inactivas en los Bancos. Acabaría por mezclarse en alguna especulación, como el jugador que no puede ver la ruleta sin llevar la mano al bolsillo. Para esto no valía la pena el haber abandonado la estancia. Su familia tenía razón: «¡A París!…» Porque en el grupo Desnoyers, ir á Europa significaba ir á París. Podía «la tía de Berlín» cantar toda clase de grandezas de la tierra de su marido. «¡Macanas!—exclamaba Julio, que había hecho serias comparaciones geográficas y étnicas en sus noches de correría—. No hay más que París.» Chichí saludaba con una mueca irónica la menor duda acerca de esto: «¿Es que las modas elegantes las inventan acaso en Alemania?» Doña Luisa apoyó á sus hijos. ¡París!… Jamás se le había ocurrido ir á una tierra de luteranos para verse protegida por su hermana.

–¡Vaya por París!—dijo el francés, como si le hablasen de una ciudad desconocida.

Se había acostumbrado á creer que jamás volvería á ella. Durante sus primeros años de vida en América le era imposible este viaje, por no haber hecho el servicio militar. Luego tuvo vagas noticias de diversas amnistías. Además, había transcurrido tiempo sobrado para la prescripción. Pero una pereza de su voluntad le hacía considerar la vuelta á la patria como algo absurdo é inútil. Nada conservaba al otro lado del mar que tirase de él. Hasta había perdido toda relación con aquellos parientes del campo que albergaron á su madre. En las horas de tristeza, proyectaba entretener su actividad elevando un mausoleo enorme, todo de mármol, en la Recoleta, el cementerio de los ricos, para trasladar á su cripta los restos de Madariaga, como fundador de dinastía, siguiéndole él, y luego todos los suyos, cuando les llegase la hora. Empezaba á sentir el peso de su vejez. Estaba próximo á los sesenta años, y la vida ruda del campo, las cabalgadas bajo la lluvia, los ríos vadeados sobre el caballo nadador, las noches pasadas al raso, le habían proporcionado un reuma que amargaba sus mejores días.

Pero la familia acabó por comunicarle su entusiasmo. «¡A París!…» Creía tener veinte años. Y olvidando la habitual parsimonia, deseó que los suyos viajasen lo mismo que una familia reinante, en camarotes de gran lujo y con servidumbre propia. Dos vírgenes cobrizas nacidas en la estancia y elevadas al rango de doncellas de la señora y su hija les siguieron en el viaje, sin que sus ojos oblicuos revelasen asombro ante las mayores novedades.

Una vez en París, Desnoyers se sintió desorientado. Embrollaba los nombres de las calles y proponía visitas á edificios desaparecidos mucho antes. Todas sus iniciativas para alardear de buen conocedor iban acompañadas de fracasos. Sus hijos, guiándose por recientes lecturas, conocían París mejor que él. Se consideraba un extranjero en su patria. Al principio, hasta experimentó cierta extrañeza al hacer uso del idioma natal. Había permanecido en la estancia años enteros sin pronunciar una palabra en su lengua. Pensaba en español, y al trasladar las ideas al idioma de sus ascendientes, salpicaba el francés con toda clase de locuciones criollas.

–Donde un hombre hace su fortuna y constituye su familia, allí está su verdadera patria—decía sentenciosamente, recordando á Madariaga.

La imagen del lejano país resurgió en él con obsesión dominadora tan pronto como se amortiguaron las primeras impresiones del viaje. No tenía amigos franceses, y al salir á la calle, sus pasos le encaminaban instintivamente hacia los lugares de reunión de los argentinos. A éstos les ocurría lo mismo. Se habían alejado de su patria, para sentir con más intensidad el deseo de hablar de ella á todas horas. Leía los periódicos de allá, comentaba el alza de los campos, la importancia de la próxima cosecha, la venta de novillos. Al volver hacia su casa le acompañaba igualmente el recuerdo de la tierra americana, pensando con delectación en que las dos chinas habrían atropellado la dignidad profesional de la cocinera francesa, preparando una mazamorra, una carbonada ó un puchero á estilo criollo.

Se había instalado la familia en una casa ostentosa de la avenida Víctor Hugo: veintiocho mil francos de alquiler. Doña Luisa tuvo que entrar y salir muchas veces para habituarse al imponente aspecto de los porteros: él condecorado, vestido de negro y con patillas blancas, como un notario de comedia; ella majestuosa, con cadena de oro sobre el pecho exuberante, y recibiendo á los inquilinos en un salón rojo y dorado. Arriba, en las habitaciones, un lujo ultramoderno, frío y glacial á la vista, con paredes blancas y vidrieras de pequeños rectángulos, exasperaba á Desnoyers, que sentía entusiasmo por las tallas complicadas y los muebles ricos de su juventud. El mismo dirigió el arreglo de las numerosas piezas, que parecían siempre vacías.

Chichí protestaba de la avaricia de papá al verle comprar lentamente, con tanteos y vacilaciones.

–Avaro, no—respondía él—. Es que conozco el precio de las cosas.

Los objetos sólo le gustaban, cuando los había adquirido por la tercera parte de su valor. El engaño del que se desprendía de ellos representaba un testimonio de superioridad para el que los compraba. París le ofreció un lugar de placeres como no podía encontrarlo en el resto del mundo: el Hotel Drouot. Iba á él todas las tardes, cuando no encontraba en los periódicos el anuncio de otras subastas de importancia. Durante varios años no hubo naufragio célebre en la vida parisién, con la consiguiente liquidación de restos, del que no se llevase una parte. La utilidad y necesidad de las adquisiciones resultaban de interés secundario; lo importante era adquirir á precios irrisorios. Y las subastas inundaron aquellas habitaciones que al principio se amueblaban con lentitud desesperante.

Su hija se quejó ahora de que la casa se llenaba demasiado. Los muebles y objetos de adorno eran ricos, pero tantos… ¡tantos! Los salones tomaban un aspecto de almacén de antigüedades. Las paredes blancas parecían despegarse de las sillerías magníficas y las vitrinas repletas. Alfombras suntuosas y rapadas, sobre las que habían caminado varias generaciones, cubrieron todos los pisos. Cortinajes ostentosos, no encontrando un hueco vacío en los salones, iban á adornar las puertas inmediatas á la cocina. Desaparecían las molduras de las paredes bajo un chapeado de cuadros estrechamente unidos como las escamas de una coraza. ¿Quién podía tachar á Desnoyers de avaro?… Gastaba mucho más que si un mueblista de moda fuese su proveedor.

La idea de que todo lo adquiría por la cuarta parte de su precio le hizo continuar estos derroches de hombre económico. Sólo podía dormir bien cuando se imaginaba haber realizado en el día un buen negocio. Compraba en las subastas miles de botellas procedentes de quiebras. Y él, que apenas bebía, abarrotaba sus cuevas, recomendando á la familia que emplease el champañ como vino ordinario. La ruina de un peletero le hizo adquirir catorce mil francos de pieles que representaban un valor de noventa mil. Todo el grupo Desnoyers pareció sentir de pronta un frío glacial, como si los témpanos polares invadiesen la avenida Víctor Hugo. El padre se limitó á obsequiarse con un gabán de pieles; pero encargó tres para su hijo. Chichí y doña Luisa se presentaron en todas partes cubiertas de sedosas y variadas pelambreras: un día chinchillas, otros zorro azul, marta cibelina ó lobo marino.

El mismo adornaba las paredes con nuevos lotes de cuadros, dando martillazos en lo alto de una escalera, para ahorrarse el gasto de un obrero. Quería ofrecer á los hijos ejemplos de economía. En sus horas de inactividad cambiaba de sitio los muebles más pesados, ocurriéndosele toda especie de combinaciones. Era una reminiscencia de su buena época, cuando manejaba en la estancia sacos de trigo y fardos de cueros. Su hijo, al notar que miraba con fijeza un aparador monumental, se ponía en salvo prudentemente. Desnoyers sentía cierta indecisión ante sus dos criados, personajes correctos, solemnes, siempre de frac, que no ocultaban su extrañeza al ver á un hombre con más de un millón de renta entregado á tales funciones. Al fin, eran las dos doncellas cobrizas las que ayudaban al patrón, uniéndose á él con una familiaridad de compañeras de destierro.

Cuatro automóviles completaban el lujo de la familia. Los hijos se habrían contentado con uno nada más, pequeño, flamante, exhibiendo la marca de moda. Pero Desnoyers no era hombre para desperdiciar las buenas ocasiones, y, uno tras otro, había adquirido los cuatro, tentado por el precio. Eran enormes y majestuosos como las carrozas antiguas. Su entrada en una calle hacía volver la cabeza á los transeúntes. El chauffeur necesitaba dos ayudantes para atender á este rebaño de mastodontes. Pero el dueño sólo hacía memoria de la habilidad con que creía haber engañado á los vendedores, ansiosos de perder de vista tales monumentos.

A los hijos les recomendaba modestia y economía.

–Somos menos ricos de lo que ustedes creen. Tenemos muchos bienes, pero producen renta escasa.

Y después de negarse á un gasto doméstico de doscientos francos, empleaba cinco mil en una compra innecesaria, sólo porque representaba, según él, una gran pérdida para el vendedor. Julio y su hermana protestaban ante doña Luisa. Chichí llegó á afirmar que jamás se casaría con un hombre como su padre.

–¡Cállate!—decía escandalizada la criolla—. Tiene su genio, pero es muy bueno. Jamás me ha dado un motivo de queja. Deseo que encuentres uno igual.

Las riñas del marido, su carácter irritable, su voluntad avasalladora, perdían toda importancia para ella al pensar en su fidelidad. En tantos años de matrimonio… ¡nada! Había sido de una virtud inconmovible, hasta en el campo, donde las personas, rodeadas de bestias y enriqueciéndose con su procreación, parecen contaminarse de la amoralidad de los rebaños. ¡Ella que se acordaba tanto de su padre!… Su misma hermana debía vivir menos tranquila con el vanidoso Karl, capaz de ser infiel sin deseo alguno, sólo por imitar los gestos de los poderosos.

Desnoyers marchaba unido á su mujer por una rutina afectuosa. Doña Luisa, en su limitada imaginación, evocaba el recuerdo de las yuntas de la estancia, que se negaban á avanzar cuando un animal extraño sustituía al compañero ausente. El marido se encolerizaba con facilidad, haciéndola responsable de todas las contrariedades con que le afligían sus hijos, pero no podía ir sin ella á parte alguna. Las tardes del Hotel Drouot le resultaban insípidas cuando no tenía á su lado á esta confidente de sus proyectos y sus cóleras.

–Hoy hay venta de alhajas: ¿vamos?

Su proposición la hacía con voz suave é insinuante, una voz que recordaba á doña Luisa los primeros diálogos en los alrededores de la casa paterna. Y marchaban por distinto camino. Ella en uno de sus vehículos monumentales, pues no gustaba de andar, acostumbrada al quietismo de la estancia ó á correr el campo á caballo. Desnoyers, el hombre de los cuatro automóviles, los aborrecía, por ser refractario á los peligros de la novedad, por modestia, y porque necesitaba ir á pie, proporcionando á su cuerpo un ejercicio que compensase la falta de trabajo. Al juntarse en la sala de ventas, repleta de gentío, examinaban las joyas, fijando de antemano lo que pensaban ofrecer. Pero él, pronto á exacerbarse ante la contradicción, iba siempre más lejos, mirando á sus contendientes al soltar las cifras lo mismo que si les enviase puñetazos. Después de tales expediciones, la señora se mostraba majestuosa y deslumbrante como una basílisa de Bizancio: las orejas y el cuello con gruesas perlas, el pecho constelado de brillantes, las manos irradiando agujas de luz con todos los colores del iris.

Chichí protestaba: «Demasiado, mamá.» Iban á confundirla con una prendera. Pero la criolla, satisfecha de su esplendor, que era el coronamiento de una vida humilde, atribuía á la envidia tales quejas. Su hija era una señorita y no podía lucir estas preciosidades. Pero más adelante le agradecería que las hubiese reunido para ella.

La casa resultaba ya insuficiente para contener tantas compras. En las cuevas se amontonaban muebles, cuadros, estatuas y cortinajes para adornar muchas viviendas. Don Marcelo se quejaba de la pequeñez de un piso de veintiocho mil francos que podía servir de albergue á cuatro familias como la suya. Empezaba á pensar con pena en la renuncia de tantas ocasiones tentadoras, cuando un corredor de propiedades, de los que atisban al extranjero, le sacó de esta situación embarazosa. ¿Por qué no compraba un castillo?… Toda la familia aceptó la idea. Un castillo histórico, lo más histórico que pudiera encontrarse, completaría su grandiosa instalación. Chichí palideció de orgullo. Algunas de sus amigas tenían castillo. Otras, de antigua familia colonial, acostumbradas á menospreciarla por su origen campesino, rugirían de envidia al enterarse de esta adquisición que casi representaba un ennoblecimiento. La madre sonrió con la esperanza de varios meses de campo que le recordasen la vida simple y feliz de su juventud. Julio fué el menos entusiasta. El «viejo» querría tenerle largas temporadas fuera de París; pero acabó por conformarse, pensando en que esto daría ocasión á frecuentes viajes en automóvil.

Desnoyers se acordaba de los parientes de Berlín. ¿Por qué no había de tener su castillo, como los otros?… Las ocasiones eran tentadoras. A docenas le ofrecían las mansiones históricas. Sus dueños ansiaban desprenderse de ellas, agobiados por los gastos de sostenimiento. Y compró el castillo de Villeblanche-sur-Marne, edificado en tiempos de las guerras de religión, mezcla de palacio y fortaleza, con fachada italiana del Renacimiento, sombríos torreones de aguda caperuza y fosos acuáticos en los que nadaban cisnes.

El no podía vivir sin un pedazo de tierra sobre el que ejerciese su autoridad, peleando con la resistencia de hombres y cosas. Además, le tentaban las vastas proporciones de las piezas del castillo, desprovistas de muebles. Una oportunidad para instalar el sobrante de sus cuevas, entregándose á nuevas compras. En este ambiente de lobreguez señorial, los objetos del pasado se amoldarían con facilidad, sin el grito de protesta que parecían lanzar al ponerse en contacto con las paredes blancas de las habitaciones modernas… La histórica morada exigía cuantiosos desembolsos; por algo había cambiado de propietario muchas veces. Pero él y la tierra se conocían perfectamente… Y al mismo tiempo que llenaba los salones del edificio, intentó en el extenso parque cultivos y explotaciones de ganado, como una reducción de sus empresas de América. La propiedad debía sostenerse con lo que produjese. No era miedo á los gastos: era que él «no estaba acostumbrado á perder dinero».

La adquisición del castillo le proporcionó una honrosa amistad, viendo en ella la mayor ventaja del negocio. Entró en relaciones con un vecino, el senador Lacour, que había sido ministro dos veces y vegetaba ahora en la Alta Cámara, mudo durante la sesión, movedizo y verboso en los pasillos, para sostener su influencia. Era un prócer de la nobleza republicana, un aristócrata del régimen, que tenía su estirpe en las agitaciones de la Revolución, así como los nobles de pergaminos ponen la suya en las Cruzadas. Su bisabuelo había pertenecido á la Convención; su padre había figurado en la República de 1848. El, como hijo de proscrito muerto en el destierro, marchó siendo muy joven detrás de la figura grandilocuente de Gambetta, y hablaba á todas horas de la gloria del maestro para que un rayo de ella se reflejase sobre el discípulo. Su hijo René, alumno de la Escuela Central, encontraba «viejo juego» al padre, riendo un poco de su republicanismo romántico y humanitario. Pero esto no le impedía esperar, para cuando fuese ingeniero, la protección oficial atesorada por cuatro generaciones de Lacour dedicadas al servicio de la República.

Don Marcelo, que miraba con inquietud toda amistad nueva, temiendo una demanda de préstamo, se entregó con entusiasmo al trato del «grande hombre». El personaje era admirador de la riqueza, y encontró por su parte cierto talento á este millonario del otro lado del mar que hablaba de pastoreos sin límites y rebaños inmensos. Sus relaciones fueron más allá del egoísmo de una vecindad del campo, continuándose en París. René acabó por visitar la casa de la avenida Víctor Hugo como si fuese suya.

Las únicas contrariedades en la existencia de Desnoyers provenían de sus hijos. Chichí le irritaba por la independencia de sus gustos. No amaba las cosas viejas, por sólidas y espléndidas que fuesen. Prefería las frivolidades de la última moda. Todos los regalos de su padre los aceptaba con frialdad. Ante una blonda secular adquirida en una subasta, torcía el gesto: «Más me gustaría un vestido nuevo de trescientos francos.» Además, se apoyaba en los malos ejemplos de su hermano para hacer frente á «los viejos».

El padre la había confiado por completo á doña Luisa. La niña era ya una mujer. Pero el antiguo «peoncito» no mostraba gran respeto ante los consejos y órdenes de la bondadosa criolla. Se había entregado con entusiasmo al patinaje, por considerarlo la más elegante de las diversiones. Iba todas las tardes al Palais de Glace y doña Chicha la seguía, privándose de acompañar al marido en sus compras. ¡Las horas de aburrimiento mortal ante la pista helada, viendo cómo á los sones de un órgano se deslizaban sobre cuchillos por el blanco redondel los balanceantes monigotes humanos, solos ó en fila!… Su hija pasaba y repasaba ante sus ojos roja de agitación, echando atrás las espirales de su cabellera que se escapaban del sombrero, haciendo claquear los pliegues de la falda detrás de los patines, hermosota, grandullona y fuerte, con la salud insolente de una criatura que, según su padre, «había sido destetada con biftecs».

Al fin, doña Luisa se cansó de esta vigilancia molesta. Prefería acompañar al marido en su cacería de riquezas á bajo precio. Y Chichí fué al patinaje con una de las doncellas cobrizas, pasando la tarde entre sus amigas de sport, todas procedentes del nuevo mundo. Se comunicaban sus ideas bajo el deslumbramiento de la vida fácil de París, libres de los escrúpulos y preocupaciones de la tierra natal. Todas ellas creían haber nacido meses antes, reconociéndose con méritos no sospechados hasta entonces. El cambio de hemisferio había aumentado sus valores. Algunas hasta escribían versos en francés. Y Desnoyers se alarmaba, dando suelta á su mal humor, cuando por la noche iba emitiendo Chichí en forma de aforismos lo que ella y sus compañeras habían discurrido como un resumen de lecturas y observaciones: «La vida es la vida, y hay que vivirla.» «Yo me casaré con el hombre que me guste, sea quien sea.»

Pero estas contrariedades del padre carecían de importancia al ser comparadas con las que le proporcionaba el otro. ¡Ay, el otro!… Julio, al llegar á París, había torcido el curso de sus aspiraciones. Ya no pensaba en hacerse ingeniero: quería ser pintor. Don Marcelo opuso la resistencia del asombro, pero al fin cedió. ¡Vaya por la pintura! Lo importante era que no careciese de profesión. La propiedad y la riqueza las consideraba sagradas, pero tenía por indignos de sus goces á los que no hubiesen trabajado. Recordó además sus años de tallista. Tal vez las mismas facultades, sofocadas en él por la pobreza, renacían en su descendiente. ¿Si llegaría á ser un gran pintor este muchacho perezoso, pero de ingenio vivaz, que vacilaba antes de emprender su camino en la vida?… Pasó por todos los caprichos de Julio, que, estando aún en sus primeras tentativas de dibujo y colorido, exigía una existencia aparte para trabajar con más libertad. El padre lo instaló cerca de su casa, en un estudio de la rue de la Pompe que había pertenecido á un pintor extranjero de cierta fama. El taller y sus anexos eran demasiado grandes para un aprendiz. Pero el maestro había muerto, y Desnoyers aprovechó la buena ocasión que le ofrecían los herederos, comprando en bloque muebles y cuadros.

Doña Luisa visitó diariamente el taller, como una buena madre que cuida del bienestar de su hijo para que trabaje mejor. Ella misma, quitándose los guantes, vaciaba los platillos de bronce repletos de colillas de cigarro y borraba en muebles y alfombras la ceniza caída de las pipas. Los visitantes de Julio, jóvenes melenudos que hablaban de cosas que ella no podía entender, eran algo descuidados en sus maneras… Más adelante encontró mujeres ligeras de ropas, y fué recibida por su hijo con mal gesto. ¿Es que mamá no le permitiría trabajar en paz?… Y la pobre señora, al salir de su casa todas las mañanas, iba hacia la rue de la Pompe, pero se detenía en mitad del camino, metiéndose en la iglesia de Saint-Honorée d'Eylau.

El padre se mostró más prudente. Un hombre de sus años no podía mezclarse en la sociedad de un artista joven. Julio, á los pocos meses, pasó semanas enteras sin ir á dormir en el domicilio paterno. Finalmente, se instaló en el estudio, pasando por su casa con rapidez para que la familia se convenciese de que aún existía… Desnoyers, algunas mañanas, llegaba á la rue de la Pompe para hacer preguntas á la portera. Eran las diez: el artista estaba durmiendo. Al volver á mediodía, continuaba el pesado sueño. Luego del almuerzo, una nueva visita para recibir mejores noticias. Eran las dos: el señorito se estaba levantando en aquel instante. Y su padre se retiraba furioso. Pero ¿cuándo pintaba este pintor?…

Había intentado al principio conquistar un renombre con el pincel, por considerar esto empresa fácil. Ser artista le colocaba por encima de sus amigos, muchachos sudamericanos sin otra ocupación que gozar de la existencia, derramando el dinero ruidosamente para que todos se enterasen de su prodigalidad. Con serena audacia, se lanzó á pintar cuadros. Amaba la pintura bonita, «distinguida», elegante; una pintura dulzona como una romanza y que sólo copiase las formas de la mujer. Tenía dinero y un buen estudio; su padre estaba á sus espaldas dispuesto á ayudarle: ¿por qué no había de hacer lo que tantos otros que carecían de sus medios?… Y acometió la tarea de embadurnar un lienzo, dándole el título de La danza de las horas: un pretexto para copiar buenas mozas y escoger modelos. Dibujaba con frenética rapidez, rellenando el interior de los contornos de masas de color. Hasta aquí todo iba bien. Pero después vacilaba, permaneciendo inactivo ante el cuadro, para arrinconarlo finalmente en espera de tiempos mejores. Lo mismo le ocurrió al intentar varios estudios de cabezas femeniles. No podía terminar nada, y esto le produjo cierta desesperación. Luego se resignó, como el que se tiende fatigado ante el obstáculo y espera una intervención providencial que le ayude á salvarlo. Lo importante era ser pintor… aunque no pintase. Esto le permitía dar tarjetas con excusas de alta estética á las mujeres alegres, invitándolas á su estudio. Vivía de noche. Don Marcelo, al hacer averiguaciones sobre los trabajos del artista, no podía contener su indignación. Los dos veían todas las mañanas las primeras horas de luz: el padre al saltar del lecho; el hijo camino de su estudio, para meterse entre sábanas y no despertar hasta media tarde.

La crédula doña Luisa inventaba las más absurdas explicaciones para defender á su hijo. ¡Quién sabe! Tal vez pintaba de noche, valiéndose de procedimientos nuevos. ¡Los hombres inventan ahora tantas diabluras!…

Desnoyers conocía estos trabajos nocturnos: escándalos en los restoranes de Montmartre, y peleas, muchas peleas. El y los de su banda, que á las siete de la tarde creían indispensable el frac ó el smoking, eran á modo de una partida de indios implantando en París las costumbres violentas del desierto. El champañ resultaba en ellos un vino de pelea. Rompían y pagaban, pero sus generosidades iban seguidas casi siempre de una batalla. Nadie tenía como Julio la bofetada rápida y la tarjeta pronta. Su padre aceptaba con gestos de tristeza las noticias de ciertos amigos que se imaginaban halagar su vanidad haciéndole el relato de encuentros caballerescos en los que su primogénito rasgaba siempre la piel del adversario. El pintor entendía más de esgrima que de su arte. Era campeón de varias armas, boxeaba, y hasta poseía los golpes favoritos de los paladines que vagan por las fortificaciones. «Inútil y peligroso como todos los zánganos», protestaba el padre. Pero sentía latir en el fondo de su pensamiento una irresistible satisfacción, un orgullo animal, al considerar que este aturdido temible era obra suya.

Por un momento creyó haber encontrado el medio de apartarle de tal existencia. Los parientes de Berlín visitaron á los Desnoyers en su castillo de Villeblanche. Karl von Hartrott apreció con bondadosa superioridad las colecciones ricas y un tanto disparatadas de su cuñado. No estaban mal: reconocía cierto cachet á la casa de París y al castillo. Podían servir para completar y dar pátina á un título nobiliario. ¡Pero Alemania!… ¡Las comodidades de su patria!… Quería que el cuñado admirase á su vez cómo vivía él y las nobles amistades que embellecían su opulencia. Y tanto insistió en sus cartas, que los Desnoyers hicieron el viaje. Este cambio de ambiente podía modificar á Julio. Tal vez despertase su emulación viendo de cerca la laboriosidad de sus primos, todos con una carrera. Además, el francés creía en la influencia corruptora de París y en la pureza de costumbres de la patriarcal Alemania.

Cuatro meses estuvieron allá. Desnoyers sintió al poco tiempo un deseo de huir. Cada cual con los suyos; no podría entenderse nunca con aquellas gentes. Muy amables, con amabilidad pegajosa y visibles deseos de agradar, pero dando tropezones continuamente por una falta irremediable de tacto, por una voluntad de hacer sentir su grandeza. Los personajes amigos de los Hartrott hacían manifestaciones de amor á Francia: el amor piadoso que inspira un niño travieso y débil necesitado de protección. Y esto lo acompañaban con toda clase de recuerdos inoportunos sobre las guerras en que los franceses habían sido vencidos. Todo lo de Alemania, un monumento, una estación de ferrocarril, un simple objeto de comedor, daba lugar á comparaciones gloriosas: «En Francia no tienen ustedes eso.» «Indudablemente, en América no habrán ustedes visto nada semejante.» Don Marcelo se marchó, fatigado de tanta protección. Su esposa y su hija se habían resistido á aceptar que la elegancia de Berlín fuese superior á la de París. Chichí, en plena audacia sacrílega, escandalizó á sus primas declarando que no podía sufrir á los oficialitos de talle encorsetado y monóculo inconmovible, que se inclinaban ante las jóvenes con una rigidez automática, uniendo á sus galanterías una mueca de superioridad.

Julio, bajo la dirección de sus primos, se sumió en el ambiente virtuoso de Berlín. Con el mayor, «el sabio», no había que contar. Era un infeliz, dedicado á sus libros, y que consideraba á toda la familia con gesto protector. Los otros, subtenientes ó alumnos portaespada, le mostraron con orgullo los progresos de la alegría germánica. Conoció restoranes nocturnos que eran una imitación de los de París, pero mucho más grandes. Las mujeres, que allá se contaban á docenas, eran aquí centenares. La embriaguez escandalosa no resultaba un incidente, sino algo buscado con plena voluntad, como indispensable para la alegría. Todo grandioso, brillante, colosal. Los vividores se divertían por pelotones, el público se emborrachaba por compañías, las mercenarias formaban regimientos. Experimentó una sensación de disgusto ante las hembras serviles y tímidas, acostumbradas al golpe, y que buscaban resarcirse con avidez de las grandes quiebras y desengaños sufridos en su comercio. Lo era imposible celebrar, como sus primos, con grandes carcajadas el desencanto de estas mujeres cuando veían perdidas sus horas, sin conseguir otra cosa que bebida abundante. Además, le molestaba el libertinaje grosero, ruidoso, con publicidad, como un alarde de riqueza. «Esto no lo hay en París—decían sus acompañantes admirando los salones enormes, con centenares de parejas y miles de bebedores—; no, no lo hay en París.» Se fatigaba de tanta grandeza sin medida. Creyó asistir á una fiesta de marineros hambrientos, ansiosos de resarcirse de un golpe de todas las privaciones anteriores. Y sentía los mismos deseos de huir que su padre.

De este viaje volvió Marcelo Desnoyers con una melancólica resignación. Aquellas gentes habían progresado mucho. El no era un patriota ciego, y reconocía lo evidente. En pocos años habían transformado su país; su industria era poderosa… pero resultaban de un trato irresistible. Cada uno en su casa, y ¡ojalá que nunca se les ocurriese envidiar la del vecino!… Pero esta última sospecha la repelía inmediatamente con su optimismo de hombre de negocios.

«Van á ser muy ricos—pensaba—. Sus asuntos marchan, y el que es rico no siente deseos de reñir. La guerra con que sueñan cuatro locos resulta imposible.»

El joven Desnoyers reanudó su existencia parisién, viviendo siempre en el estudio y presentándose de tarde en tarde en la casa paterna. Doña Luisa empezó á hablar de un tal Argensola, joven español de gran sabiduría, reconociendo que sus consejos podían ser de mucha utilidad para su hijo. Este no sabía con certeza si el nuevo compañero era un amigo, un maestro ó un sirviente. Otra duda sufrían los visitantes. Los aficionados á las letras hablaban de Argensola como de un pintor; los pintores sólo le reconocían superioridad como literato. Nunca pudo recordar exactamente dónde le había visto la primera vez. Era de los que subían á su estudio en las tardes de invierno, atraídos por la caricia roja de la estufa y los vinos facilitados ocultamente por la madre. Tronaba el español ante la botella liberalmente renovada y la caja de cigarrillos abierta sobre la mesa, hablando de todo con autoridad. Una noche se quedó á dormir en un diván. No tenía domicilio fijo. Y después de esta primera noche, las pasó todas en el estudio.

Julio acabó por admirarle como un reflejo de su personalidad. ¡Lo que sabía aquel Argensola, venido de Madrid en tercera clase y con veinte francos en el bolsillo para «violar á la gloria», según sus propias palabras! Al ver que pintaba con tanta dureza como él, empleando el mismo dibujo pueril y torpe, se enterneció. Sólo los falsos artistas, los hombres «de oficio», los ejecutantes sin pensamiento, se preocupan del colorido y otras ranciedades. Argensola era un artista psicológico, un pintor de almas. Y el discípulo sintió asombro y despecho al enterarse de lo sencillo que era pintar un alma. Sobre un rostro exangüe, con el mentón agudo como un puñal, el español trazaba unos ojos casi redondos y á cada pupila le asestaba una pincelada blanca, un punto de luz… el alma. Luego, plantándose ante el lienzo, clasificaba esta alma con su facundia inagotable, atribuyéndola toda clase de conflictos y crisis. Y tal era su poder de obsesión, que Julio veía lo que el otro se imaginaba haber puesto en los ojos de redondez buhesca. El también pintaría almas… almas de mujeres.

Con ser tan fácil este trabajo de engendramiento psíquico, Argensola gustaba más de charlar recostado en un diván ó leer al amor de la estufa mientras el amigo y protector estaba fuera. Otra ventaja esta afición á la lectura para el joven Desnoyers, que al abrir un volumen iba directamente á las últimas páginas ó al índice, queriendo «hacerse una idea», como él decía. Algunas veces, en los salones, había preguntado con aplomo á un autor cuál era su mejor libro. Y su sonrisa de hombre listo daba á entender que era una precaución para no perder el tiempo con los otros volúmenes. Ahora ya no necesitaba cometer estas torpezas. Argensola leería por él. Cuando le adivinaba interesado por un volumen, exigía inmediata participación: «Cuéntame el argumento». Y el «secretario» no sólo hacía la síntesis de comedias y novelas, sino que le comunicaba el «argumento» de Schopenhauer ó el «argumento» de Nietzsche… Luego, doña Luisa casi vertía lágrimas al oir que las visitas se ocupaban de su hijo con la benevolencia que inspira la riqueza: «Un poco diablo el mozo, pero ¡qué bien preparado!…»

A cambio de sus lecciones, Argensola recibía el mismo trato que un esclavo griego de los que enseñaban retórica á los patricios jóvenes de la Roma decadente. En mitad de una explicación, su señor y amigo le interrumpía:

–Prepárame una camisa de frac. Estoy invitado esta noche.

Otras veces, cuando el maestro experimentaba una sensación de bienestar animal con un libro en la mano junto á la estufa roncadora, viendo á través de la vidriera la tarde gris y lluviosa, se presentaba de repente el discípulo:

–¡Pronto… á la calle! Va á venir una mujer.

Y Argensola, con el gesto de un perro que sacude sus lanas, marchaba á continuar la lectura en algún cafetucho incómodo de las cercanías.

Su influencia descendió de las cimas de la intelectualidad para intervenir en las vulgaridades de la vida material. Era el intendente del patrono; el mediador entre su dinero y los que se presentaban á reclamarlo factura en mano. «Dinero», decía lacónicamente á fines de mes. Y Desnoyers prorrumpía en quejas y maldiciones. ¿De dónde iba á sacarlo? El viejo era de una dureza reglamentaria y no toleraba el menor avance sobre el mes siguiente. Le tenía sometido á un régimen de miseria. Tres mil francos mensuales: ¿qué podía hacer con esto una persona decente?… Deseoso de reducirle, estrechaba el cerco, interviniendo directamente en la administración de su casa para que doña Luisa no pudiera hacer donativos al hijo. En vano se había puesto en contacto con varios usureros de París, hablándoles de su propiedad más allá del Océano. Estos señores tenían á mano la juventud del país y no necesitaban exponer sus capitales en el otro mundo. Igual fracaso le acompañaba cuando, con repentinas muestras de cariño, quería convencer á don Marcelo de que tres mil francos al mes son una miseria. El millonario rugía de indignación. ¡Tres mil francos una miseria! ¡Y además las deudas del hijo que había tenido que pagar en varias ocasiones!…

–Cuando yo era de tu edad…—empezaba diciendo.

Pero Julio cortaba la conversación. Había oído muchas veces la historia de su padre. ¡Ah, viejo avariento! Lo que le daba todos los meses no era mas que la renta del legado de su abuelo… Y por consejo de Argensola, se atrevió á reclamar el campo. La administración de esa tierra pensaba confiarla á Celedonio, el antiguo capataz, que era ahora un personaje en su país, y al que él llamaba irónicamente «mi tío». Desnoyers acogió su rebeldía fríamente. «Me parece justo. Ya eres mayor de edad.» Y luego de entregarle el legado, extremó su vigilancia en los gastos de la casa, evitando á doña Luisa todo manejo de dinero. En adelante, miró á su hijo como un adversario que necesitaba vencer, tratándolo durante sus rápidas apariciones en la avenida Víctor Hugo con glacial cortesía, lo mismo que á un extraño.

Una opulencia transitoria animó por algún tiempo el estudio. Julio había aumentado sus gastos, considerándose rico. Pero las cartas del tío de América disiparon estas ilusiones. Primeramente, las remesas de dinero excedieron en muy poco á la cantidad mensual que le entregaba su padre. Luego disminuyeron de un modo alarmante. Todas las calamidades de la tierra parecían haber caído juntas sobre el campo, según Celedonio. Los pastos escaseaban: unas veces era por falta de lluvia, otras por las inundaciones, y las reses perecían á centenares. Julio necesitaba mayores ingresos, y el mestizo marrullero le enviaba lo que pedía, pero como simple préstamo, reservando el cobro para cuando ajustasen cuentas. A pesar de tales auxilios, el joven Desnoyers sufría apuros. Jugaba ahora en un Círculo elegante, creyendo compensar de tal modo sus periódicas escaseces, y esto servía para que desaparecieran con mayor rapidez las cantidades recibidas de América… ¡Que un hombre como él se viese atormentado por la falta de unos miles de francos! ¿De qué le servía tener un padre con tantos millones?

Si los acreedores se mostraban amenazantes, recurría al «secretario». Debía ver á mamá inmediatamente: él quería evitarse sus lágrimas y reconvenciones. Y Argensola se deslizaba como un ratero por la escalera de servicio del caserón de la avenida Víctor Hugo. El local de sus embajadas era siempre la cocina, con gran peligro de que el terrible Desnoyers llegase hasta allí en una de sus evoluciones de hombre laborioso, sorprendiendo al intruso. Doña Luisa lloraba, conmovida por las dramáticas palabras del mensajero. ¡Qué podía hacer! Era más pobre que sus criadas; joyas, muchas joyas, pero ni un franco. Fué Argensola quien propuso una solución, digna de su experiencia. El salvaría á la buena madre llevando al Monte de Piedad algunas de sus alhajas. Conocía el camino. Y la señora aceptó el consejo; pero sólo le entregaba joyas de mediano valor, sospechando que no las vería más. Tardíos escrúpulos la hacían prorrumpir á veces en rotundas negativas. Podía saberlo su Marcelo: ¡qué horror!… Pero el español consideraba denigrante salir de allí sin llevarse algo, y á falta de dinero, cargaba con un cesto de botellas de la rica bodega de Desnoyers.

Todas las mañanas entraba doña Luisa en Saint-Honorée d'Eylau para rogar por su hijo. Apreciaba esta iglesia como algo propio. Era un islote hospitalario y familiar en el océano inexplorado de París. Cruzaba discretos saludos con los fieles habituales, gentes del barrio procedentes de las diversas repúblicas del nuevo mundo. Le parecía estar más cerca de Dios y de los santos al oir en el atrio conversaciones en su idioma. Además, era á modo de un salón por donde transcurrían los grandes sucesos de la colonia sudamericana. Un día era una boda, con flores, orquesta y cánticos. Ella, con su Chichí al lado, saludaba á las personas conocidas, cumplimentando luego á los novios. Otro día eran los funerales de un ex presidente de República ó cualquier otro personaje ultramarino que terminaba en París su existencia tormentosa. ¡Pobre presidente! ¡Pobre general!… Doña Luisa recordaba al muerto. Lo había visto en aquella iglesia muchas veces oyendo su misa devotamente, y se indignaba contra las malas lenguas que, á guisa de oración fúnebre, hacían memoria de fusilamientos y Bancos liquidados allá en su país. ¡Un señor tan bueno y tan religioso! ¡Que Dios lo tenga en su gloria!… Y al salir á la plaza contemplaba con ojos tiernos los jinetes y amazonas que se dirigían al Bosque, los lujosos automóviles, la mañana radiante de sol, toda la fresca puerilidad de las primeras horas del día, reconociendo que es muy hermoso vivir.

Su mirada de gratitud para lo existente acababa por acariciar el monumento del centro de la plaza, todo erizado de alas, como si fuese á desprenderse del suelo. ¡Víctor Hugo!… Le bastaba haber oído este nombre en boca de su hijo, para contemplar la estatua con un interés de familia. Lo único que sabía del poeta era que había muerto. De eso casi estaba segura. Pero se lo imaginaba en vida gran amigo de Julio, en vista de la frecuencia con que repetía su nombre.

¡Ay, su hijo!… Todos sus pensamientos, sus conjeturas, sus deseos, convergían en él y en su irreductible marido. Ansiaba que los dos hombres se entendiesen, terminando una lucha en la que ella era la única víctima. ¿No haría Dios el milagro?… Como un enfermo que cambia de sanatorio, persiguiendo á la salud, abandonaba la iglesia de su calle para frecuentar la Capilla Española de la avenida Friedland. Aquí aún se consideraba más entre los suyos. A través de las sudamericanas, finas y elegantes, como si se hubiesen escapado de una lámina de periódico de modas, sus ojos buscaban con admiración á otras damas peor trajeadas, gordas, con armiños teatrales y joyas antiguas. Al encontrarse estas señoras en el atrio, hablaban con voces fuertes y manoteos expresivos, recortando enérgicamente las palabras. La hija del estanciero se atrevía á saludarlas, por haberse suscrito á todas sus obras de beneficencia, y al ver devuelto el saludo experimentaba una satisfacción que la hacía olvidar momentáneamente sus penas. Eran de aquellas familias que admiraba su padre sin saber por qué; procedían de lo que llamaban al otro lado del mar «la madre patria», todas excelentísimas y altísimas para la buena doña Chicha, y emparentadas con reyes. No sabía si darles la mano ó doblar una rodilla, como había oído vagamente que es de uso en las cortes. Pero de pronto recordaba sus preocupaciones, y seguía adelante para dirigir sus ruegos á Dios. ¡Ay, que se acordase de ella! ¡Que no olvidase á su lujo por mucho tiempo!…

Fué la gloria la que se acordó de Julio, estrechándolo en sus brazos de luz. Se vió repentinamente con todos los honores y ventajas de la celebridad. La fama sorprende cautelosamente por los caminos más tortuosos é ignorados. Ni la pintura de almas ni una existencia accidentada llena de amoríos costosos y duelos complicados proporcionaron al joven Desnoyers su renombre. La gloria le tomó por los pies.

Un nuevo placer había venido del otro lado de los mares, para felicidad de los humanos. Las gentes se interrogaban en los salones con el tono misterioso de los iniciados que buscan reconocerse: «¿Sabe usted tanguear?…» El tango se había apoderado del mundo. Era el himno heroico de una humanidad que concentraba de pronto sus aspiraciones en el armónico contoneo de las caderas, midiendo la inteligencia por la agilidad de los pies. Una música incoherente y monótona, de inspiración africana, satisfacía el ideal artístico de una sociedad que no necesitaba de más. El mundo danzaba… danzaba… danzaba. Un baile de negros de Cuba introducido cargan tasajo para las Antillas conquistaba la tierra entera en pocos meses, daba la vuelta á su redondez, saltando victorioso de nación en nación… lo mismo que la Marsellesa. Penetraba hasta en las cortes más ceremoniosas, derrumbando las tradiciones del recato y la etiqueta, como un canto de revolución: la revolución de la frivolidad. El Papa tenía que convertirse en maestro de baile, recomendando la «furlana» contra el «tango», ya que todo el mundo cristiano, sin distinción de sectas, se unía en el deseo común de agitar los pies con un frenesí tan incansable como el de los poseídos de la Edad Media.

Julio Desnoyers, al encontrar esta danza de su adolescencia, soberana y triunfadora en pleno París, se entregó á ella con la confianza que inspira una amante vieja. ¡Quién le hubiese anunciado, cuando era estudiante y frecuentaba los bailes más abyectos de Buenos Aires, vigilados por la policía, que estaba haciendo el aprendizaje de la gloria!…

De cinco á siete, centenares de ojos le siguieron con admiración en los salones de los Campos Elíseos, donde costaba cinco francos una taza de té con derecho á intervenir en la danza sagrada. «Tiene la línea», decían las damas apreciando su cuerpo esbelto, de mediana estatura y fuertes resortes. Y él, con el chaqué ceñido de talle y abombado de pecho, los pies de femenil pequeñez enfundados en charol y cañas blancas sobre altos tacones, bailaba grave, reflexivo, silencioso, como un matemático en pleno problema, mientras las luces azuleaban las dos cortinas obscuras, apretadas y brillantes de sus guedejas. Las mujeres solicitaban ser presentadas á él, con la dulce esperanza de que sus amigas las envidiasen viéndolas en los brazos del maestro. Las invitaciones llovían sobre Julio. Se abrían á su paso los salones más inaccesibles. Todas las tardes adquiría una docena de amistades. La moda había traído profesores del otro lado del mar, compadritos de los arrabales de Buenos Aires, orgullosos y confusos al verse aclamados lo mismo que un tenor de fama ó un conferencista. Pero sobre estos bailarines de una vulgaridad originaria y que se hacían pagar, triunfaba Julio Desnoyers. Los incidentes de su vida anterior eran comentados por las mujeres como hazañas de galán novelesco.

–Te estás matando—decía Argensola—. Bailas demasiado.

La gloria de su amigo representaba nuevas molestias para él. Sus plácidas lecturas ante la estufa se veían ahora interrumpidas diariamente. Imposible leer más de un capítulo. El hombre célebre le apremiaba con sus órdenes para que se marchase á la calle. «Una nueva lección» decía el parásito. Y cuando estaba solo, numerosas visitas, todas de mujeres, unas preguntonas y agresivas, otras melancólicas, con aire de abandono, venían á interrumpirle en su reflexivo entretenimiento. Una de éstas aterraba con su insistencia á los habitantes del estudio. Era una americana del Norte, de edad problemática, entre los treinta y dos y los cincuenta y nueve años, siempre con faldas cortas, que al sentarse se recogían indiscretas, como movidas por un resorte. Varios bailes con Desnoyers y una visita á la rue de la Pompe representaban para ella sagrados derechos adquiridos, y perseguía al maestro con la desesperación de una creyente abandonada. Julio había escapado al saber que esta beldad, de esbeltez juvenil vista por el dorso, tenía dos nietos. «Máster Desnoyers ha salido», decía invariablemente Argensola al recibirla. Y la abuela lloraba, prorrumpiendo en amenazas. Quería suicidarse allí mismo, para que su cadáver espantase á las otras mujeres que venían á quitarle lo que consideraba suyo. Ahora era Argensola el que despedía á su compañero cuando deseaba verse solo. «Creo que la yanqui va á venir», decía con indiferencia. Y el grande hombre huía, valiéndose muchas veces de la escalera de servicio.

En esta época empezó á desarrollarse el suceso más importante de su existencia. La familia Desnoyers iba á unirse con la del senador Lacour. René, el hijo único de éste, había acabado por inspirar á Chichí cierto interés que casi era amor. El personaje deseaba para su descendiente los campos sin límites, los rebaños inmensos, cuya descripción le conmovía como un relato maravilloso y banquetes. Toda celebridad nueva le sugería inmediatamente el plan de un almuerzo. No había personaje de paso en París, viajero polar ó cantante famoso que escapase sin ser exhibido en el comedor de Lacour. El hijo de Desnoyers—en el que apenas se había fijado hasta entonces—le inspiró una simpatía repentina. El senador era un hombre moderno, y no clasificaba la gloria ni distinguía las reputaciones. Le bastaba que un apellido sonase, para aceptarlo con entusiasmo. Al visitarle Julio, lo presentaba con orgullo á sus amigos, faltando poco para que le llamase «querido maestro». El tango acaparaba todas las conversaciones. Hasta en la Academia se habían ocupado de él, para demostrar elocuentemente que la juventud de la antigua Atenas se divertía con algo semejante… Y Lacour había soñado toda su vida con una república ateniense para su país.

El joven Desnoyers conoció en estas reuniones al matrimonio Laurier. El era un ingeniero que poseía una fábrica de motores para automóviles en las inmediaciones de París: un hombre de treinta y cinco años, grande, algo pesado, silencioso, que posaba en torno de su persona una mirada lenta, como si quisiera penetrar más profundamente en los hombres y los objetos. Madama Laurier tenía diez años menos que su marido, y parecía despegarse de él por la fuerza de un rudo contraste. Era de carácter ligero, elegante, frívola, y amaba la vida por los placeres y satisfacciones que proporciona. Parecía aceptar con sonriente conformidad la adoración silenciosa y grave de su esposo. No podía hacer menos por una criatura de sus méritos. Además, había aportado al matrimonio una dote de trescientos mil francos, capital que sirvió al ingeniero para ensanchar sus negocios. El senador había intervenido en el arreglo de esta sociedad matrimonial. Laurier le interesaba por ser hijo de un compañero de su juventud.

La presencia de Julio fué para Margarita Laurier un rayo de sol en el aburrido salón de Lacour. Ella bailaba la danza de moda, frecuentando los «té-tango» donde era admirado Desnoyers. ¡Verse de pronto al lado de este hombre célebre é interesante que se disputaban las mujeres!… Para que no la creyese una burguesa igual á las otras contertulias del senador, habló de sus costureros, todos de la rue de la Paix, declarando gravemente que una mujer que se respeta no puede salir á la calle con un vestido de menos de ochocientos francos, y que el sombrero de mil, objeto de asombro hace pocos años, era ahora una vulgaridad.

Este conocimiento sirvió para que «la pequeña Laurier»—como la llamaban las amigas, á pesar de su buena estatura—se viese buscada por el maestro en los bailes, saliendo á danzar con él entre miradas de despecho y envidia. ¡Qué triunfo para la esposa de un simple ingeniero, que iba á todas partes en el automóvil de su madre!… Julio sintió al principio la atracción de la novedad. La había creído igual á todas las que languidecían en sus brazos siguiendo el ritmo complicado de la danza. Después la encontró distinta. Las resistencias de ella á continuación de las primeras intimidades verbales exaltaron su deseo. En realidad, nunca había tratado á una mujer de su clase. Las de su primera época eran parroquianas de los restoranes nocturnos, que acababan por hacerse pagar. Ahora, la celebridad traía á sus brazos damas de alta posición, pero con un pasado inconfesable, ansiosas de novedades y excesivamente maduras. Esta burguesa que marchaba hacia él y en el momento del abandono retrocedía con bruscos renacimientos de pudor representaba algo extraordinario.

Los salones de tango experimentaron una gran pérdida. Desnoyers se dejó ver con menos frecuencia, abandonando su gloria á los profesionales. Transcurrían semanas enteras sin que las devotas pudiesen admirar de cinco á siete sus crenchas negras y sus piececitos charolados brillando bajo las luces al compás de graciosos movimientos.

Margarita Laurier también huyó de estos lugares. Las entrevistas de los dos se desarrollaron con arreglo á lo que ella había leído en las novelas amorosas que tienen por escenario á París. Iba en busca de Julio temiendo ser reconocida, trémula de emoción, escogiendo los trajes más sombríos, cubriéndose el rostro con un velo tupido, «el velo de adulterio», como decían sus amigas. Se daban cita en los squares de barrio menos frecuentados, cambiando de lugar como los pájaros miedosos, que á la más leve inquietud levantan el vuelo para ir á posarse á gran distancia. Unas veces se juntaban en las Buttes Chaumont, otras preferían los jardines de la orilla izquierda del Sena, el Luxemburgo y hasta el remoto Parque de Montsouris. Ella sentía escalofríos de terror al pensar que su marido podía sorprenderla, mientras el laborioso ingeniero estaba en la fábrica, á una distancia enorme de la realidad. Su aspecto azorado, sus excesivas precauciones para deslizarse inadvertida, acababan por llamar la atención de los transeuntes.

Julio se impacientó con las molestias de este amor errante, sin otro resultado que algunos besos furtivos. Pero callaba al fin, dominado por las palabras suplicantes de Margarita. No quería ser suya como una de tantas: necesitaba convencerse de que este amor iba á durar siempre. Era su primera falta y deseaba que fuese la última. ¡Ay! ¡Su reputación intacta hasta entonces!… ¡El miedo á lo que podía decir la gente!… Los dos retrocedieron hasta la adolescencia; se amaron con la pasión confiada y pueril de los quince años, que nunca habían conocido. Julio había saltado de la niñez á los placeres del libertinaje, recorriendo de un golpe toda la iniciación de la vida. Ella había deseado el matrimonio por hacer como las demás, por adquirir el respeto y la libertad de una mujer casada, sintiendo únicamente hacia su esposo un vago agradecimiento. «Terminamos por donde otros empiezan», decía Desnoyers.

Su pasión tomaba todas las formas de un amor intenso, creyente y vulgar. Se enternecían con un sentimentalismo de romanza al estrecharse las manos y cambiar un beso en un banco de jardín á la hora del crepúsculo. El guardaba un mechón de pelo de Margarita, aunque dudando de su autenticidad, con la vaga sospecha de que bien podía ser de los añadidos impuestos por la moda. Ella abandonaba su cabeza en uno de sus hombros, se apelotonaba, como si implorase su dominación; pero siempre al aire libre. Apenas intentaba carruaje, madama le repelía vigorosamente. Una dualidad contradictoria parecía inspirar sus actos. Todas las mañanas despertaba dispuesta al vencimiento final. Pero luego, al verse junto á él, reaparecía la pequeña burguesa, celosa de su reputación, fiel á las enseñanzas de su madre.

Un día accedió á visitar el estudio, con el interés que inspiran los lugares habitados por la persona amada. «Júrame que me respetarás.» El tenía el juramento fácil, y juró por todo lo que Margarita quiso… Y desde este día ya no se vieron en los jardines ni vagaron perseguidos por el viento del invierno. Se quedaron en el estudio, y Argensola tuvo que modificar su existencia, buscando la estufa de algún pintor amigo para continuar sus lecturas.

Esta situación se prolongó dos meses. No supieron nunca qué fuerza secreta derrumbó de pronto su tranquila felicidad. Tal vez fué una amiga de ella, que, adivinando los hechos, los hizo saber al marido por medio de un anónimo; tal vez se delató la misma esposa inconscientemente, con sus alegrías inexplicables, sus regresos tardíos á la casa, cuando la comida estaba ya en la mesa, y la repentina aversión que mostraba al ingeniero en las horas de intimidad matrimonial, para mantenerse fiel al recuerdo del otro. El compartirse entre el compañero legal y el hombre amado era un tormento que no podía soportar su entusiasmo simple y vehemente.

Cuando trotaba una noche por la rue de la Pompe mirando su reloj y temblando de impaciencia al no encontrar un automóvil ó un simple fiacre, le cortó el paso un hombre… ¡Esteban Laurier! Aún se estremecía de miedo al recordar esta hora trágica. Por un momento creyó que iba á matarla. Los hombres serios, tímidos y sumisos son terribles en sus explosiones de cólera. El marido lo sabía todo. Con la misma paciencia que empleaba en la solución de sus problemas industriales, la había estudiado día tras día, sin que pudiese adivinar esta vigilancia en su rostro impasible. Luego la había seguido, hasta adquirir la completa evidencia de su infortunio.

Margarita no se lo había imaginado nunca tan vulgar y ruidoso en sus pasiones. Esperaba que aceptase los hechos fríamente, con un ligero tinte de ironía filosófica, como lo hacen los hombres verdaderamente distinguidos, como lo habían hecho los maridos de muchas de sus amigas. Pero el pobre ingeniero, que más allá de su trabajo sólo veía á su esposa, amándola como mujer y admirándola como un ser delicado y superior, resumen de todas las gracias y elegancias, no podía resignarse, y gritó y amenazó sin recato alguno, haciendo que el escándalo se esparciese por todo el círculo de sus amistades. El senador experimentaba una gran molestia al recordar que era en su respetable vivienda donde se habían conocido los culpables. Pero su cólera la dirigió contra el esposo. ¡Qué falta de saber vivir!… Las mujeres son las mujeres, y todo tiene arreglo. Pero después de las imprudencias de este energúmeno no era posible una solución elegante, y había que entablar el divorcio.

El viejo Desnoyers se irritó al conocer la última hazaña de su hijo. Laurier le inspiraba un gran afecto. La solidaridad instintiva que existe entre los hombres de trabajo, pacientes y silenciosos, les había hecho buscarse. En las tertulias del senador pedía noticias al ingeniero de la marcha de sus negocios, interesándose por el desarrollo de aquella fábrica, de la que hablaba con ternuras de padre. El millonario, que gozaba fama de avariento, había llegado á ofrecerle un apoyo desinteresado, por si algún día necesitaba ensanchar su acción laboriosa. ¡Y á este hombre bueno venía á robarle la felicidad su hijo, un bailarín frívolo é inútil!…

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